La soberbia se disfrazaba de honra y estirpe en aquellos introitos del Quinientos. El Fajardo de turno, en Murcia, se levantó capilla fúnebre en la Catedral. Más alta que la Catedral misma, como se aprecia en la foto, y de otro estilo al que, simultáneamente, se tenía como canónico en el entorno episcopal. Lo hizo castillo por fuera y mausoleo por dentro. Se trajo canteros y alarifes foráneos, y pleiteó con los vecinos por el ancho ocupado en una calle del corregimiento. Nada se alzaba por encima del Fajardo, salvo el rey. Incluso el sol, como se ve en la imagen, termina bajando al nivel de la construcción velezana. Se rinde al cabo de las horas, en el mismo día, derrotado por la paciencia del Señor Marqués. El ocaso acaricia las alturas traseras de la Capilla, con el acostumbrado cansancio de ver la futilidad de las cosas mundanas, que se creen importantes.

El resultado es una estampa bella, mixta de arquitectura y de luz caduca. Aunque lo único caduco es la soberbia del Fajardo. Lo permanente no es, ni siquiera, la luz. Es la Estética humana, que anuda las cosas y les confiere credencial de eternidad.