Hola, cariño. Tengo que decirte algo.

La voz de Ana a su espalda le pilló por sorpresa y pegó un pequeño bote sobre la silla. Jaime era muy asustadizo y poco amigo de lo inesperado. Acababa de cumplir 41 años y aún era incapaz de dormirse sin la luz de una pequeña lámpara que había sobre la cómoda de su habitación encendida. Llevaba ocho años casado con Ana, pero dormir a su lado cada noche no le había ayudado a superar sus fobias y seguía tapándose hasta el cuello con la sábana por mucho calor que tuviera. Así se sentía más seguro y era la única forma en la que podía conciliar el sueño, aunque no siempre lo conseguía. A menudo, pasaba por largas rachas en las que se despertaba en plena madrugada y, a pesar de que apenas había descansado un par de horas, volver a dormirse era una misión imposible. Se quedaba en la cama para obligarse a descansar y veía pasar las horas luminosas en el despertador de su mesita hasta que se exasperaba. Se levantaba para tirarse en el chaiselongue del salón y asistir al carrusel de imágenes que él mismo hacía desfilar ante su retina en la televisión. Rara vez se detenía en alguna de ellas más de un minuto. Ningún canal captaba su interés, sólo se distraía comprobando qué se emitía en cada uno y se indignaba cuando zapeaba por esa serie de cadenas en las que unos sinvergüenzas disfrazados con túnicas deslumbrantes y horteras y horripilantes collares le prometían a los espectadores desvelarles su destino. A los inconscientes que picaban y llamaban en busca de esperanza les embelesaban con un futuro prometedor o, al menos, sin las angustias que les habían llevado a buscar una salida al otro lado de la pantalla a unas horas en las que nada bueno se puede hacer salvo dormir o trabajar, como tantas veces le decía a Jaime su padre.

Muchas noches, el bibliotecario había cogido su teléfono y hasta había marcado las primeras cifras del número de alguno de esos falsos brujos, con la intención de recriminarles que jugaran con el sufrimiento y los anhelos de sus llamantes, a los que lejos de ayudarles a solucionar sus problemas, les empujaban un poco más al fondo de ese pozo en el que habían caído. A Jaime le irritaba que hubieran convertido en un negocio las penas de los demás, pero no había llegado a culminar nunca ninguno de esos repentinos impulsos, que más que auxiliar a las víctimas del engaño, perseguían dar salida a su indignación (acrecentada por el insomnio) por la mala fe de esos verdugos de la esperanza.

El bibliotecario no encontraba explicación a sus problemas con el sueño. Nada le inquietaba y tenía la conciencia tranquila. Su vida era tan monótona y previsible como la de cualquiera de sus amigos. Quizá no podía pregonar a los cuatro vientos que era el hombre más feliz del mundo, pero se sentía satisfecho por haber conseguido un puesto de trabajo muy bien remunerado y por casarse con la mujer con la que soñaban todos sus compañeros de promoción en la universidad.

Tras el susto inicial, Jaime reconoció la cálida voz de su esposa, pero aún tardó unos segundos en responderle.

—¿Qué ocurre? —le dijo sin apartar la vista de la pantalla de su smartphone.

—Se acabó.

Ni siquiera entonces se giró para mirarla.