Cipriano Torres La Málaga que vemos en Malaka es sólo una parte de la ciudad. Si la Málaga real fuera como la Malaka de ficción sería, como dice un personaje de la serie, el puto Bronx.

Y no es así. Hablemos por tanto de la ficción. Malaka es una ficción poderosa, atractiva, un trabajo de primera, literal, un orgullo para Málaga. Malaka, con doble entrega en su estreno el lunes, es un orgullo para la ciudad, para La 1 y para los espectadores.

No creo que, como he leído por ahí, la serie empiece lenta -ya está bien de sobrevalorar lo veloz por el mero hecho de ir rápido.

Disfruté mucho, al contrario, con esa exposición tipo puzle, de narración sincopada, con sus poliédricos personajes, con la trama intuyéndose desde el primer segundo, y sabiendo, como se fue confirmando, que esas aguas serenas no hacían más que anunciar la tormenta.

La historia no es nueva. Su atractivo, por tanto, está en otros aspectos. Va de dos polis -ella, una adictiva Maggie Civantos, y un enorme, pero enorme hasta la cúspide, Salva Reina- investigan la muerte de una chica.

¿Nada nuevo, verdad? Pues no. Lo nuevo está en la nula concesión por hacer agradables a los personajes, por el feroz retrato de barrios dominados por bandas de traficantes de poca monta pero despiadada reacción -cada vez que aparece Laura Baena, jefa de un clan, la pantalla se ilumina, quieres más-, lo nuevo está en los diálogos, vivos, de verdad, y dichos como hay que decirlos, con su acento sin folclore, con la ironía y doble sentido de un español pasado por el tamiz andaluz, lo nuevo está en que siendo Málaga el foco, como la poesía de Lorca, Malaka va de lo local a lo universal, y el casting de Luis San Narciso tiene mucho que ver.