Las moreras de la Glorieta de San Vicente eran cada mañana testigo de sus primeros pasos. Pasos que le encaminaban a la imprenta de la calle Santiago. Con sus manos cogidas a la espalda, en una de sus características poses, emprendía el recorrido por la calle Corredera hasta doblar la esquina y adentrarse en Grafisol. Al abrir la puerta sonaba el timbre y tras saludar a su primo José Joaquín se metía en el primer despacho de la izquierda, que antes que él ocupaba su padre, Amalio Peñarrubia. Allí, repasaba con un lápiz los encargos que aparecían en unos grandes tarjetones. Allí recibía a algún amigo al que deleitaba con una buena charla que, como siempre, giraba en torno a los azules.

Y de allí, volvía sobre sus pasos y se dirigía al Museo Azul de la Semana Santa. Su destino, la última planta, donde pasaba gran parte de su tiempo. Apoyaba sus manos en el respaldo de las sillas azules de las bordadoras y se quedaba en silencio observando cada una de las puntadas que iban dando. La aguja marcaba el camino a la seda que puntada a puntada iba pintando -como si de pinceles se tratara- magníficas escenas protagonizadas por reinas y emperadores.

Sus pasos se encaminaban de cuando en cuando a la sala de bocetos. Y de camino, una mirada a través de las ventanas abiertas para echar un vistazo al cielo azul cubriendo los tejados del Teatro Guerra, de las casas que rodean la Plaza de Colón, mientras una algarabía llega del cercano colegio de San Francisco de Asís, donde los más pequeños dan buena cuenta de su merienda en el patio de recreo.

A mediodía, casi de obligado cumplimiento, una cerveza en el bar de la esquina con algún acompañamiento. En esas charlas, prácticamente los mismos comensales que aprovechaban el tiempo para intercambiar opiniones sobre nuevos proyectos, por supuesto, del Paso Azul. Y, a casa, en Puerto Lumbreras, donde cada vez era más habitual verlo. Disfrutaba del campo y cuando podía cambiaba su piso de la avenida de Juan Carlos I para escaparse a su finca.

Bajo su mandato como presidente del Colegio de Abogados de Lorca se construyó la actual sede de la institución

Juan Carlos Peñarrubia Agius era azul de los que pisan la arena. Azul de los que no pueden ni quieren ver el desfile desde las tribunas, azul de los que colocaban un manto de un caballista al paso, de los que insistían en que todos entraran en el ‘tubo’ lo más apretados posibles. «Juntos, juntos… apretados. Que ya habrá espacio», repetía una y otra vez. Y al término del desfile azul compartía triunfos tras el trono de la Santísima Virgen de los Dolores. Este año lo hizo. Junto a él, el pregonero, Miguel Martínez. Y a unos centímetros, el presidente del Paso Azul, José María Miñarro, y el resto de presidentes de honor de la cofradía, entre ellos, su predecesor, Cristóbal Alcolea Paredes, otro gran amigo, pero también José Antonio Ruiz. Y, detrás, la junta directiva del Paso Azul, a la que brindaba consejo cada vez que se lo requerían, pero también cuando creía que tenía que hacer una aportación. No era de callar lo que sentía. Y su conversación aportaba siempre interesantes datos.

En el Paso Azul fue presidente. Pero también vicepresidente, secretario, consejero… Y fue la persona elegida para dirigir los derroteros de la, entonces, recién constituida Fundación Paso Azul. Ángel Olcina fue el presidente que compró la Casa de las Cariátides, pero Juan Carlos Peñarrubia supo hacerse cargo de un complejo proyecto para recuperar y readaptar la vivienda al uso futuro como Casa del Paso. Y la zona de Sacristía de la iglesia de San Francisco también fue remodelada hasta conseguir la versatilidad que demandaba un paso en constante crecimiento.

Sus cuatro hijos, María Cinta, Juan Carlos, Ignacio y Pablo, fueron su gran apoyo tras la muerte de su mujer

Poco antes de llegar a la presidencia del Paso Azul había abandonado la política, donde muchos creían que hubiera logrado una amplia trayectoria. Cambió el escaño del salón de plenos de la Plaza de España por la silla de presidente del Paso Azul de la Casa de las Cariátides, en la calle Nogalte. Y nunca dejó su profesión, abogado, que comparte con su hijo Juan Carlos y la esposa de éste, Isabel. Se cansó de que los abogados lorquinos estuvieran ‘recogidos’ en una pequeña habitación del Palacio de Justicia de la Plaza del Caño y logró comprar un solar justo en frente. Allí, con mucho esfuerzo, se construyó la actual sede de la Abogacía de Lorca, donde una fotografía le recuerda junto al resto de decanos de la institución. Sus compañeros de toga le recuerdan como un auténtico profesional, siempre dispuesto a ayudar a quien lo precisara.

Muy familiar, la vida le jugó una mala pasada hace casi veinte años, arrancándole de su lado a su mujer, María Cinta. Pero echó para adelante, terminando de criar a sus cuatro hijos. María Cinta, Juan Carlos, Ignacio y Pablo eran el gran apoyo de su padre. Como también lo eran sus nueras y yerno. Y sus nietos, cinco, que a buen seguro no olvidarán la figura de su abuelo. Quizás para Pablo este trance se hará más duro por el grado de amistad que había trazado con su padre tras el fallecimiento de su madre cuando todavía era un niño.

Las campanas de San Francisco doblan en señal de luto. Se ha ido un azul, un azul con mayúsculas, un azul procesionista… un azul de los que se metían debajo del trono para hacer la procesión lo más cerca posible de la Dolorosa. Y lo ha hecho apenas a unos días de volver a ver a la Virgen de los Dolores cruzar el umbral de San Francisco. Aunque probablemente la verá echarse a la calle entre vivas desde un lugar privilegiado junto a su gran amor, María Cinta.