Cuando comencé a desfilar a caballo en la procesión, lo veía siempre en la boca de la carrera, mandando, ordenando los grupos, dándole sentido al desfile, un presidente vestido de mayordomo y sobre la arena. Hace apenas unos meses, en una mesa redonda sobre la labor de la mayordomía celebrada en San Francisco, el resto de presidentes que hemos tenido el honor de estar al frente del Paso Azul durante las últimas cuatro décadas estuvimos de acuerdo: Juan Carlos Peñarrubia era el Mayordomo con mayúsculas, el hombre que llevaba una procesión en la cabeza y que sabía cómo combinar y ajustar los diferentes grupos para exprimir el ritmo y la espectacularidad de cada desfile. Un referente para todos los azules. Un hombre querido y respetado por sus conocimientos y hoja de servicios, presidente de Honor del Paso y primer presidente de la Fundación, entre otros muchos nobles cargos, pero también por su forma de ser.

Su marcha está siendo un duro golpe para todos, por inesperada y por injusta. Duele pensar que ya no se encuentra entre nosotros cuando hace apenas unas semanas nos lo encontrábamos al pie del taller, donde tanto disfrutaba, ese lugar en el que las bordadoras hacen magia cada día y donde le pedí que me ayudara cuando fui elegido presidente, encargo que él asumió con humildad y sentido del deber azul, como cada vez que le he solicitado su consejo y su sinceridad tan necesaria en estos tiempos. Pensar que no compartiremos mesa para arreglar el mundo, hablar de proyectos azules, del campo y de las lluvias, simplemente escucharlo fardar de las victorias de su Barça entre calada y calada a su eterno puro. Parece como si en cualquier momento fuera a sonar de nuevo su voz, su broma socarrona, su consejo o quizá su bronca por algo que no hubiera salido del todo bien, que también las había, porque esto, el Paso Azul, era lo que más le importaba, después de su familia, claro está, de sus hijos, María Cinta, Juan Carlos, Ignacio, Pablo, sus nietos, sus hermanos y sobrinos.

Siempre es triste la muerte, pero más todavía lo es cuando quien se marcha lo hace, como él, demasiado pronto, lúcido, activo, con tantas cosas por hacer y mucho más joven de lo que indicaban los 70 años que cumplió hace poco. Nada será igual sin Juan Carlos, desgraciadamente. Pero nos quedan sus enseñanzas, de las que presumiremos, y su ejemplo, que nos inspira y que es su mayor legado. Y también el consuelo de que está ya en un lugar mejor, bajo el manto de la Santísima Virgen de los Dolores, y reunido al fin, de nuevo y para toda la eternidad, con su querida María Cinta. Allá arriba, eso es seguro, estará en la boca de la carrera organizando una nueva procesión, metiendo caballos y llamando a los enganches para que entren en el tubo, porque esa era su pasión y porque por algo ha sido y será por siempre el mejor mayordomo azul.

Descansa en Paz, Presidente, amigo.