Cuando alguien con quien se ha compartido mucho va y se muere es como si parte de uno mismo se fuera con él. La pérdida se multiplica recordando lo bueno y lo malo que se vivió mano a mano. Solos, pero también en compañía de otros y otras. Parte de las cosas de Londres, Murcia, por supuesto, Madrid, Bagdad, Teherán, El Cairo, Beirut, puede que también Argel, no recuerdo bien, y algunos otros lugares por los que gozó su vida me han retornado a la cabeza y se han empezado a difuminar ya quizá para siempre. En aquellos lugares está Paco Muñoz, fallecido hoy, en su vida, en la mía, en la nuestra, y en la de muchos otros

Mucho hay llovido desde aquella primera osadía pública y publicada suya de El Zorro Justiciero que le valió un pasaporte para empezar a viajar por la vida y ya convertirse en ‘Pacomuñoz’, como le decía Galiana padre, en un tórrido verano setentero en el que gastamos más tiempo en el Ditirambo que en donde realmente debíamos hacerlo. Risueño, bromista, apasionado, discutidor y autodidacta cabezón, ofreciendo sus cosas y sus ideas desde sus ojos claros. Tal para cual, decían algunos espectadores forzosos de nuestras volcánicas diatribas, preferentemente bien acodados en cualquier barra de vaya usted a saber dónde en la que siempre se oían cuatro o cinco idiomas. Por lo menos. O solo murciano, bien al sur.

Habitualmente muy convencido de lo que defendía, lo hacía hasta el final, sin importarle las consecuencias. Ni las buenas ni las malas. Optimista vital. Demasiado corazón, cantó Willy Deville. 

Solo bajaba —bajábamos— la voz para hablar de las cosas serias de verdad. De esas que durante años le agrietaron bastantes veces, siempre demasiadas, su carácter y sus ganas de vivir. No sé si algunos amigos teníamos que haber estado más encima de él en los últimos tiempos para paliar en lo posible su dolor y su desesperanza. Ya se ha hecho demasiado tarde, como en tantas noches. Amanece. Que la tierra te sea leve.