Sigue vivo el dolor. / Escuece la herida de tu muerte. / para mí, inesperada.

Oigo, Ginés, tu voz. / Está aquí cercana / tu ausencia tan definitiva.

Me parece imposible. / ¿Verdad, Ginés, que no te has ido? /Tú nos estás mirando, / algo quieres decirnos / con la limpieza / de tus ojos de aventurado.

He notado que un ángel / se cambiaba de sitio / y hemos visto tu cuerpo / de materia de arcángel / señalarnos el trono / de tu vida inmortal.

Vivir es una herida / por donde Dios se escapa / porque Dios no se ha ido. / Porque está Dios entero / derramado en tu cuerpo / esperando que llegue / el momento feliz / del abrazo infinito.

Has sabido vivir bien, hermano. / Has sido consecuente / con lo que predicabas,/ con tu estilo sencillo, / con tu fe arraigada,/ con tu esperanza entera.

Te envidiamos, Ginés. / Nos das envidia / cuando nos miras / envolviéndonos en el calor fraterno / que siempre nos brindaste.

El calor que se intuye / cuando miras al cielo / escapándote en llamas / por tus ojazos negros.

Hay lágrimas irremediables / porque te has ido / rompiendo el misterio de la muerte / con madurez cristiana.

Ha sido tu último sermón. /Tú que dejaste en la tierra / una lluvia de palabras.

Solo tú estabas libre /del peso tirano de las cosas. / Tenías, Ginés, amigo,/ un corazón ligero / Sin peso de ambiciones.

Sin orgullo ni / malsanos deseos.

Era sano mirarte, contemplar tu armonía. / Tu gran inteligencia / supo mirar la muerte / y supo también /ser hombre libre,/ ser humano crecido / más allá de la vida.

Guardamos las palabras / y dejamos de nuevo / que las lágrimas digan / lo que sentimos.

Gracias, hermano.