Algo muy grande se nos ha ido con la muerte de una persona que tanto nos quiso y a la que tanto quisimos. Lo cantaba muy bien Rocío Jurado con aquella composición que siempre solía incluir en su repertorio.

Se nos ha ido la madre y abuela, y bisabuela, y deja un tremendo vacío a su alrededor, porque todo en el hogar nos recuerda a ella: su sitio en la mesa, sus objetos personales, el sillón en el que solía descansar, las fotografías familiares que hablan de momentos felices... Y está también el recuerdo de sus palabras, siempre cariñosas, repletas de amor y de sinceridad.

Fue siempre una mujer trabajadora, circunstancia que se manifestó especialmente en los duros años de la posguerra, cuando tuvo que sacar adelante a una familia con esposo y cuatro hijos, cuando no había las comodidades de ahora. Y, además, ayudando todos los días en el puesto del mercado que llevaba con su marido. Duras jornadas de muchas horas, quitando tiempo al sueño y al descanso. Siempre, sin un mal gesto, sin una queja.

Educó a sus hijos en valores como los de la honradez, el respeto a los demás, el no sentirse nunca por encima de nadie. En definitiva, los enseñó para ser buenas personas.

Tenía una sonrisa franca, y tantas ganas de conversar con la familia, con sus amigas, con sus vecinos o con cualquier persona que pasaba por la calle que hacía que incluso perdiera la noción del tiempo.

Hacía amigos allá por donde iba, ya que su dulzura siempre atraía a los demás. Acabo de comprobarlo en la clínica de fisioterapia donde fue atendida en tiempos recientes tras sufrir un ictus: cómo he visto llorar a José María y a Loli cuando les he trasladado la triste noticia…

Una dolencia hizo que hace unas dos semanas tuviéramos que ingresarla en un hospital, en el que encontró la muerte al no poder superar sus enfermedades. Pero hasta el último momento estuvo consciente, y respondía a nuestras preguntas con gestos y movimientos de cabeza, porque, como ella había dicho hasta poco antes, ya no tenía fuerzas ni para hablar.

Cuando se acercaba alguien a la cama en la que estaba postrada, en el hospital Reina Sofía, siempre cogía su mano, como si quisiera recuperar la vida que se le iba a borbotones.

Hasta el último momento reconoció a sus hijos: su hija, su Nena, que ha sido su gran lazarillo; su hijo Miguel, que no aceptaba nunca que nos dejara porque ya no podía comer y no se podía hacer nada para remediarlo; sus nietos, sus bisnietos... Pese a las duras medidas impuestas por la pandemia, sus nietos María José, Raquel y Diego pudieron acercarse a ella y darle un beso todavía en vida. 

Su nieto Miguelín no para de preguntarse cómo podrá pasar ahora por la casa de la abuela, como hace todos los días al volver del instituto, y no encontrarla. Y su hermano Diego, apenas trece años, consuela al padre con gestos de cariño… Toda la familia llora su muerte.

Han sido eternas madrugadas de hospital, con sustos intermitentes, con la incertidumbre de no saber cuándo nos dejaría, situación paliada en lo humano por el excelente trato recibido en aquel centro. Y por las muestras de cariño recibidas en el tanatorio ofrecidas por las numerosas personas que acudieron a darle su último adiós.

Le gustaban mucho las flores, y recibió tantas durante su estancia en el tanatorio que su figura, tan diminuta, casi se perdía entre tantas coronas y ramos, entregados por quienes así querían demostrar su afecto y cercanía, y que la familia nunca podrá olvidar.

Luego, ya en el cementerio, donde yace enterrada junto a los restos de su esposo e hijo y de la madre de aquel, nadie quería marcharse del lugar, como si no se quisiera dejarla sola, agotando hasta el último segundo su presencia junto a ella.

Murió con 98 años cumplidos. Quizá muchos, cuando conocieron ese dato, pensaron que la vida había sido generosa con ella, que no podía quejarse. Es cierto. Pero, ¿acaso podemos aceptar que se muera alguien que pasó por la vida haciendo solo el bien y siendo siempre generosa en su trato y en el amor por su familia?

Se nos ha ido una mujer buena, en el estricto sentido de la palabra, y nos deja sumidos en una profunda orfandad. Apenas si he podido escribir de seguido estas líneas que generosamente me publica La Opinión. La experiencia de más de cincuenta años ejerciendo el periodismo, con muchos obituarios en mi haber, me ha servido de bien poco para enfrentarme al sentimiento de tristeza. 

Se dice con alguna frecuencia que qué solos se quedan los muertos. Es verdad. Pero igualmente lo es que así se quedan también aquellos a los que se roba una parte importante de su vida.

Adiós, mamá, nunca podremos olvidarte. Te llevaremos siempre en nuestro corazón y nuestra memoria, y la huella que dejaste en nosotros permanecerá pese a que el tiempo pase y cada uno vuelva a su rutina diaria. 

(El funeral por el eterno descanso de su alma será ofrecido este viernes, día 8, a las 19.00 horas, en la iglesia de San Pío X de Murcia).