Un Estado es una máquina de crear secretos y la información clasificada, la mejor forma que tiene de protegerlos. Garantizar la seguridad ocultando documentos sensibles es necesario, pero es también una herramienta tentadora para los gobiernos, que pueden encontrar excesiva comodidad en las sombras y lejos de los focos de la opinión pública. El equilibrio entre seguridad y transparencia, secretos y derecho a la información, no es sencillo. Y en España, una ley franquista que no se ha atrevido a reformar ningún gobierno tira demasiado de uno de los pesos. Al calor del caso ‘Pegasus’, Pedro Sánchez ha anunciado una nueva ley de información clasificada que cree “impostergable”, pero está por ver cómo será la letra pequeña del texto.

“Es principio general, aun cuando no esté expresamente declarado en nuestras Leyes Fundamentales, la publicidad de la actividad de los Órganos del Estado, porque las cosas públicas que a todos interesan pueden y deben ser conocidas de todos”. Así arranca, paradójicamente, la actual ley de secretos oficiales, que permite al Gobierno ocultar aquellas materias que puedan “dañar o poner en riesgo la seguridad del Estado o comprometa los intereses fundamentales de la Nación en materia referente a la defensa nacional, la paz exterior o el orden constitucional” -este último, añadido en una reforma en 1978-. Es el Consejo de ministros el que clasifica y el que tiene potestad para desclasificar. Y todos los que ha habido en democracia han hecho mucho de lo primero y bastante poco de lo segundo.

“A todos los estados les interesa tener secretos para protegerse; es legítimo”, señala José Antonio Sendín, profesor de Filosofía del Derecho y autor de varios artículos sobre secretos de Estado en España. “No podemos engañarnos: la vida política no puede ser enteramente pública porque eso dejaría a los Estados democráticos en una clarísima desventaja”, añade. El experto recuerda que la potestad para clasificar tiene que estar justificada y controlada. Para ello tienen que darse varios requisitos. El primero es la materia: únicamente puede ser declarado secreto de forma justificada aquello que pueda suponer una amenaza, pero la ley es lo suficientemente ambigua como para dejar un amplio margen de discrecionalidad al Gobierno. Además, el secreto tiene que ser excepcional, puesto que la regla en la actividad pública es la publicidad, y tiene que estar motivado: “El problema viene cuando se puede pasar fácilmente y sin solución de continuidad de la discrecionalidad a la arbitrariedad”, indica.

El Consejo de ministros debería adoptar un acuerdo de clasificación suficientemente motivado y éste debería aparecer publicado en el Boletín Oficial del Estado. Pero esto no ocurre. En la práctica, se ha llegado a declarar como secreto el propio acuerdo de clasificación de materias. “Esto es el colmo, genera muchísima inseguridad jurídica”, indica Sendín. 

¿Cómo saber que algo es secreto si ni siquiera se sabe que existe?

Lorenzo Cotino, catedrático de Derecho Constitucional y vocal del Consejo de la Transparencia de la Comunidad Valenciana, cree que la modernización de la ley franquista de secretos “es una deuda pendiente en España” que ningún gobierno acomete porque les resulta cómoda: “Todos los países tienen sus secretos, pero nuestra norma es especialmente restrictiva”. En la misma línea apunta Miguel Ángel Blanes, doctor en Derecho y experto en Transparencia de las Administraciones Públicas: “Lo que más me preocupa es la comodidad de los distintos gobiernos democráticos con una ley que es franquista”.

Secretos eternos al modelo soviético

Todos los expertos consultados coinciden en situar como el principal problema de nuestro sistema la falta de plazos para que los secretos caduquen de manera automática, como ocurre en otros países: “España es un ejemplo muy claro de un sistema que podríamos llamar de secretos eternos, donde el mismo órgano que clasifica es el que tiene competencia para desclasificar de manera voluntaria. Sigue la pauta de la Unión Soviética, y eso no nos deja en muy buen lugar”, se lamenta Sendín. Al otro lado está el modelo norteamericano, con plazos automáticos de desclasificación y que siguen países como Francia, Reino Unido o Italia.

Además, en el modelo español se distingue entre materia reservada y secreta según su grado de importancia, pero la única diferencia entre ambas son los niveles de custodia: es igual de imposible acceder a una como a otra. “Sin límites temporales y el uso abusivo tanto de la clasificación como de la poca desclasificación que se hace, se arroja un manto de opacidad tremendo en cuestiones que son de muchísimo interés público”, se queja Blanes.

La ley de Secretos oficiales es un lastre para la investigación histórica. Así lo ha denunciado Antonio Malalana, historiador y documentalista. Para él el problema también está en los plazos: “Muchas veces incluso no sabemos qué información ha sido clasificada como tal, y los archivos de la Administración están prácticamente cerrados a cal y canto, lo que impide al historiador trabajar”.

Transparencia

España llegó a 2013 siendo uno de los cuatro países europeos -y el único no considerado paraíso fiscal- sin una ley de transparencia. La nueva norma que llegó de la mayoría absoluta del PP, con Mariano Rajoy al frente, fue tan celebrada como insuficiente. Una de las cosas más sorprendentes de su redacción, coinciden tres de los expertos consultados, es que ni siquiera menciona a la ley de secretos oficiales, con la que estaba llamada a confrontar. “En realidad ni siquiera chocan: la ley de Transparencia directamente no se aplica cuando se trata de secretos oficiales”, corrige Cotino. Para el experto, es una “anomalía” que la ley de Transparencia esté tan desconectada de la de secretos.

Por vía legal también se pueden declarar materias secretas o reservadas, y esto se ha usado para poner obstáculos a la transparencia en temas dudosamente relacionados con la seguridad del Estado. Sendín pone como ejemplo la ley del alto cargo, que solo dos años después de que la ley de transparencia prometiese arrojar luz en el patrimonio de políticos y cargos públicos declaró como materia reservada el registro de bienes y derechos patrimoniales. “Si un Ministerio le dice al Consejo de la Transparencia que algo es secreto, no hay nada más que hablar, ni siquiera es posible pedir que justifique esa decisión porque la ley no lo exige”, sentencia Blanes.

Uso y abuso

Varios cooperantes españoles fueron secuestrados en Malí y Somalia. En septiembre de 2012, el entonces ministro de Exteriores, José Manuel García-Margallo, comparecía en el Congreso para explicar la inseguridad en aquella zona para los cooperantes españoles. Entonces alegó que en un acuerdo del Consejo de ministros de José Luis Rodríguez Zapatero en 2010 se declararon secretas “las negociaciones y buenos oficios sobre secuestros y liberación de ciudadanos españoles o extranjeros”. ¿Negoció el gobierno con los terroristas? Es imposible saberlo.

En aquel acuerdo se clasificaron diecisiete materias, incluidos el viaje del Rey Juan Carlos a Chile y Brasil, las gestiones en la compra de Repsol en Argentina o la candidatura de Miguel Ángel Moratinos como director general de la FAO. Pero lo más llamativo es que el propio acuerdo de clasificación de esas materias se declaró secreto y no apareció publicado en el BOE. “Esto es inadmisible, es el colmo de la arbitrariedad”, se queja Sendín, que recuerda que “ningún gobierno se ve libre de culpa”. Blanes recuerda, además, que la Constitución prohíbe la arbitrariedad en un estado democrático como el español, y asegura que en la práctica son funcionarios quienes deciden en muchos casos impedir el acceso a ciertos documentos sin que ni siquiera se haya decidido así en un Consejo de ministros.

Control

Una pieza vital del engranaje de los secretos es el control, legislativo y judicial, a la potestad del Gobierno. “En muchos países un poquito más serios que el nuestro los secretos se controlan políticamente”, explica Cotino, que destaca que la Comisión de Gastos Reservados, conocida como comisión de secretos oficiales, “nunca ha funcionado especialmente bien” y ha sido protagonista de numerosos episodios de filtraciones. Y en cuanto a los tribunales, “es bastante discutible hasta qué punto los jueces pueden obligar a desclasificar”, explica Cotino, porque la ley nada dice al respecto. Blanes asegura que apenas conoce sentencias, más allá de alguna anecdótica, que hayan anulado algún secreto declarado por el Consejo de Ministros: recurrir no es económico ni fácil.

Algunos límites sí los fijó el Tribunal Supremo en 1997 con el escándalo de “los papeles del Cesid”, antiguo CNI, una documentación reclamada por tres jueces que investigaban la guerra sucia contra ETA y que les fue negada con el pretexto de un acuerdo de un Consejo de Ministros de 1996 que los declaró secretos. El Supremo ordenó liberar los documentos que no comprometían la seguridad del propio Cesid para que pudieran utilizarse como prueba en casos penales, puesto que la ley pretendía preservar la seguridad del Estado pero no la de autoridades o funcionarios que “personalmente puedan resultar relacionados con una causa penal”. Malalana tiene clara la solución a esta falta de control: “cambiar la ley”.

Secretos revelados

El mundo anglosajón ha llevado incluso al cine algunos de los casos más conocidos de revelación de secretos del Estado. En EE.UU. fueron varios periodistas los que publicaron documentos del Pentágono sobre la guerra de Vietnam filtrados por el analista militar Daniel Ellsberg. En Reino Unido fue una empleada del Servicio de Inteligencia británico la que filtró un memorando que mostraba las escuchas por parte de EE.UU. a los miembros del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas previas a las resoluciones sobre la invasión de Irak. Los dos filtradores se expusieron a penas de prisión e incluso a cadena perpetua. “Son dos ejemplos de cómo a partir de los secretos oficiales se pueden estar encubriendo delitos y cómo la justicia no puede entrar porque ni tiene información ni conoce los hechos”, señala Malalana. “Difundir secretos oficiales es un delito, también en España”, recuerda.

La caja de Pandora

Los cuatro expertos consultados coinciden en alabar los plazos que fija la propuesta de reforma que el PNV ha llevado hasta cuatro veces a la Cámara, y que sigue topándose con la falta de voluntad política del Gobierno, que anuncia ahora una nueva norma al margen de la propuesta por los nacionalistas vascos. La iniciativa supondría que, tras entrar en vigor, quedarán automáticamente desclasificados un sinfín de documentos que ya habrían agotado los plazos marcados. Y los propios dirigentes políticos desconocen qué contienen. “Tienen miedo”, indica Sendín. Ninguno quiere ser el que abra la caja de Pandora.

“Da la impresión de que piensan que la ciudadanía no es suficientemente madura para conocer o dar a conocer nuestra historia. Es un falso paternalismo por parte del Estado, que no tiene que protegernos, sino informarnos”, sostiene Malalana. Blanes cree que el interés público de esos documentos históricos es más que evidente, pero el problema es que no se conoce su contenido y no hay voluntad de atreverse a decidir si esa información puede poner en riesgo la seguridad y defensa del Estado. “En una sociedad que repudia, y con buen criterio, todo lo que viene de la Dictadura, seguimos viviendo cómodamente con una ley franquista que regula una materia tan sensible como son los Secretos Oficiales”, concluye el experto.