La campaña electoral de Madrid ha saltado por los aires. La negativa de la candidata de Vox a la Presidencia, Rocío Monasterio, a retractarse de unas manifestaciones en que sugería que eran una invención las amenazas de muerte en forma de balas remitidas al ministro del Interior, la directora de la Guardia Civil y Pablo Iglesias y el consiguiente abandono del líder de Podemos del segundo debate electoral, han acabado por reventar la contienda a más de una semana del 4 de mayo.

En lo que constituye un proceso absolutamente anómalo, hace tiempo que la carrera por el gobierno de la primera región de España se desenvuelve en un ambiente de toxicidad sin precedentes: en mitad de una pandemia; con un adelanto de elecciones inédito y argumentado desde la base de la ruptura del PP con un sector de Ciudadanos que desembocó en sendos amagos (fallidos ambos) de mociones de censura en Murcia y Castilla y León; con un vicepresidente que deja de serlo para lanzarse a la arena autonómica e ir preparando su relevo en Podemos; donde apenas se habla de los problemas de Madrid y se agranda el espacio con cuestiones de índole nacional (los muertos por coronavirus, los discursos del odio, el avance de la extrema derecha, el dumping fiscal, el debate impostado de Madrid contra todos y todos contra Madrid, el cierre de los bares, el estado de alarma y una caña en las terrazas, etcétera). En medio de todo, la figura de Isabel Díaz Ayuso, un caso claro de estudio para la sociología, la antropología y las ciencias políticas, o cómo un cargo público que da la impresión de ir directa al iceberg sale en todas las encuestas al borde la mayoría absoluta.

Faltaba la ultraderecha para emponzoñar este escenario. Vox prefiere reventar debates a participar en debates porque nada tiene que debatir, ni sabe ni quiere, más allá de los menas y de la expulsión de todos los inmigrantes, que a su juicio vienen a España para violar a nuestras mujeres y atracar y dar palizas a nuestros hijos. Por muy repugnante que nos resulten las palabras de Monasterio (“Lárguese, es lo que queremos muchos españoles, que se levante y se vaya de aquí”. Y tras la marcha de Iglesias: “Ahora estamos mejor”), no tengo claro que el líder de Podemos debiera abandonar el debate. A menor número de voces entre los demócratas, más decibelios para los disparates y más horas de emisión para los ultras. Pero el resto de partidos andan pisando todas las minas que los representantes de Vox plantan en el camino, entrando al trapo de sus provocaciones, olvidando contestar a sus mentiras de puro estrafalarias (pero sin contestar quedan), cediéndoles el protagonismo en todos los foros y situándoles, por tanto, en un escalón de importancia que no se corresponde ni con su representación parlamentaria en Madrid ni con lo que los sondeos vaticinan. Con su estrategia, Vox ha logrado girar hacia sí el foco de la campaña, a la que día a día vierte queroseno cada vez que causa un incendio. Lejos de apagar el fuego, los demás partidos se limitan a contemplar las llamas en mitad de un barullo muy poco resolutivo, pues el incendio se extiende.

Si lo que auguran los sondeos se cumple e Isabel Díaz Ayuso resulta ganadora y Ciudadanos desaparece, lo mejor que puede pasarle a la democracia es que o sume la izquierda o la candidata del PP obtenga la mayoría absoluta y Vox se quede fuera del gobierno autonómico. Resulta paradójico que lo más idóneo para el sistema (que Vox no entre en las instituciones o en los gobiernos) pueda convertirse en lo peor para Madrid, dada la gestión del Partido Popular en esa comunidad. Pandemia aparte, cuesta citar de memoria alguna iniciativa de gran calado que haya surgido en los dos últimos años del ejecutivo que preside Díaz Ayuso.

Pero a la presidenta madrileña no le hace falta participar en debates ni presumir de gestión. Parece que con callarse le basta para ganar las elecciones. Con otro añadido: cada vez es más evidente su despegue entre el electorado de centro derecha y su proyección en toda España.

En este galimatías, el PP no lo termina de tener claro. Tan pronto rompe con Vox como le da consejerías en Murcia. Tras el encontronazo entre Iglesias y Monasterio, el presidente del partido, Pablo Casado, se apresuró a condenar las amenazas de muerte momentos después de que su organización en la Comunidad de Madrid publicara el siguiente tuit: “Iglesias, cierra al salir. 4 de mayo”. Poco después lo borraron. Y así anda el PP, obligado continuamente a rectificar o a pedir disculpas, tanto si llama mantenidos a quienes para su desgracia forman las colas del hambre como si evita valorar los carteles del odio en el metro. O se está con la democracia o se está con lo que representan personajes como Rocío Monasterio y Santiago Abascal.

A pesar de esa postura poblada de ambigüedades, el auge de Isabel Díaz Ayuso parece imparable. En la mente de su principal asesor, Miguel Ángel Rodríguez, la carrera de la presidenta madrileña no acaba en la Puerta del Sol, sino en el Palacio de la Moncloa. Y es aquí donde continúan los problemas para Pablo Casado. La omnipresencia de Ayuso ha acabado rebajando a un papel de comparsa la presencia del líder del PP en la campaña autonómica. Casado no solo preside un partido en la oposición, sino que trata de recomponer una organización fraccionada y con generales que no acaban de capitular a su mando (Feijóo en Galicia, Moreno en Andalucía, Bonig en la Comunidad Valenciana). Al coro de barones se ha unido la presidenta de Madrid, que quiere liderar el partido en su autonomía como también se sabe de Almeida, alcalde de Madrid, portavoz nacional del PP y candidato de Génova. Da la impresión de que a partir del 4 de mayo, el principal problema para la dirección del PP no se acaba en Pedro Sánchez y que a Casado se le puede abrir otra grieta en el casco. Podrá parecer que es Ayuso la que va contra el iceberg, pero todo indica que donde cuesta enderezar el rumbo y hacerse con el timón es en el puente de mando.

@jorgefauro