Las Navidades estaban asediadas por otras religiones verdaderas, por la ferocidad consumista, por la incredulidad creciente de la población o por su insoportable envoltorio dulzón. Sin embargo, han sucumbido al espíritu de Mister Ebenezer Scrooge, aquella creación del novelista decimonónico que mejor captó la esencia humana. El viejo cascarrabias ha impuesto su ley. Alejaos los unos de los otros, interrumpid las conmemoraciones colectivas, evitad el contacto físico contaminante, ahondad en el malhumor.

Occidente, con España como vigía y guardiana de las esencias, abomina de la Navidad. La anulación del ciclo festivo de fin de año es tan radical, que los gobernantes que confinaban sin miramientos a sus súbditos han temblado ante la luz cegadora de Nochebuena y Nochevieja. Incluso al concretar la amenaza, se habla de sugerencias de seis personas a la mesa, o de tomar las uvas a toda prisa para regresar a casa antes de que la Policía imponga el toque de queda. El poder simbólico navideño arrasa con la capacidad destructiva de ERTE y ERE, hasta los ciudadanos mas amenazados por la desigualdad económica han reservado un momento para llorar la supresión del eje fundamental del año no chino y no musulmán.

La prohibición de las Navidades es una bendición para la estabilidad conyugal o incluso familiar. Miles de matrimonios se verán salvados al limitar el tiempo de exposición mutua con las medidas represivas. A cambio del veto a las fiestas, cabe exigir que los rapsodas de marzo no vuelvan a insistir en cotillones por internet, ni en villancicos compuestos a vuelapluma en los balcones. Estos sucedáneos no ocultarán que los simulacros jamás reemplazarán a la realidad. Una familia desunida a la fuerza durante un año no es una familia unida. Al interrumpir el vínculo, se deshace, y contra la ruptura no hay vacuna.