El Congreso de los Diputados lleva semanas poniendo a prueba su acústica con debates de calibre grueso en los que vuelven a escucharse palabras que en un estado democrático parecen reservadas a los libros de Historia: trinchera, golpismo, estado autoritario, dictadura. Toda una algarabía de sinónimos está saltando a borbotones desde las páginas de esos libros humedecidos por el tiempo para incorporarse al atrezo del debate político y, de ahí, al debate público, pero no al de los bares, donde mucho antes de la pandemia se discutía con cierta templanza y en un clima de empatía y educación que ha acabado matando el vocerío grosero, anónimo y gratuito del trending topic.

Las palabras son bienes inmateriales en continua metamorfosis, siempre vivas, en movimiento constante gracias a las relaciones sociales, a los medios de comunicación y, ahora, a las redes de internet. A 2020 solo le faltaban el lenguaje belicista y una buena pandemia, y en esa mezcolanza inmisericorde germinada en la nueva normalidad (íbamos a salir mejores y más fuertes, era el mantra que repetían los más ingenuos), la derecha ya tiene a España donde más le gusta: en la idealización del caos.

Para quienes no hayan seguido la última sesión de control al Gobierno, imaginen cómo habrá sido para que Pablo Iglesias echara de menos a Fraga en la bancada de la derecha. Trinchera, dictadura, estado autocrático. Como en la novela de Orwell, en cuyo final se sientan a echar una partida de naipes un granjero tradicional y el cerdo Napoleón para negociar la paz entre haciendas, la sociedad española corre el riesgo de no acabar distinguiendo entre el hombre y el animal; de dudar entre cuál de los dos bandos comparece ante la ciudadanía con cartas marcadas y cuál de ellos actúa sobre el proscenio político en pos de su propio beneficio electoral, que lo mismo da, olvidando que el clima de crispación que están propiciando en tiempos de pandemia se traslada a diario a las calles a medida que crece el vocerío en la granja. Hemos llegado a la conclusión de que aquí ya no hay buenos ni malos, sino mera propaganda.

Es muy probable que los electores (y así lo vaticinan algunas encuestas, la última de Prensa Ibérica en la Comunidad Valenciana, sin ir más lejos, que revela el escaso rédito que el PP) seamos más avispados que nuestros gobernantes, por más que éstos últimos se agrupen bajo el epígrafe de clase dirigente y nosotros nos hayamos reconvertido en masa enfurecida. Pero la furia no está reñida con el sentido común, y la derecha española, con Pablo Casado al frente mano a mano con su socio Abascal, está muy lejos de la moderada proyección de Rajoy (kitchen aparte, que los españoles preferimos que barran la basura a nuestras espaldas) y no tanto de las maneras autoritarias de Aznar. Y, sin embargo, ahí está la cuarta mayoría absoluta de Núñez Feijóo para demostrar que otra derecha es posible. Aunque no nos engañemos: habría que ver al líder gallego en la oposición para saber de qué lado de la mesa juega la partida.

La derecha española ha acabado por convencerse a sí misma de que no hay gobierno legítimo si no están ellos al mando. Tan alérgica a la memoria histórica, pero tan dada a rescatar de los libros las trincheras, el golpismo y el estado autoritario, sus dirigentes han terminado por creerse la literalidad de aquella histórica portada de Hermano Lobo en la que un preboste se dirigía a las masas: "¡O nosotros o el caos!" Y la gente coreaba unánime: "¡El caos, el caos!" Y el primero respondía, esta vez sin signos de exclamación, tranquilo, templado, sincero: "Es igual, también somos nosotros".