Pedro Sánchez es enemigo declarado de Felipe González y no desaprovecha la oportunidad de marcar las distancias, por expresarlo diplomáticamente, con un Felipe VI a quien ha obligado a desheredar a su padre. El presidente del Gobierno muestra el mismo encono tamizado en ambos casos. No es felipista o, dicho a su favor, no desea ser apadrinado ni compartir el mérito. Su antifelipismo es lógico ante el Felipe socialista, que exageró el desprecio a su sucesor al promocionar a la olvidada Susana Díaz. Sin embargo, el rechazo presidencial hacia el nominalismo sorprende en un país que no fue nunca monárquico ni socialista, solo juancarlista y felipista.

Buscando precedentes, Aznar no militó en el juancarlismo porque quería ser Juan Carlos. Montó una boda regia escurialense para culminar su suplantación, y es autor del fenomenal "el Rey irá a Cuba cuando toque", con una determinación marcial que asustaría a su actual sucesor en La Moncloa. Sin embargo, la hostilidad de Sánchez a los Felipes jerárquicamente superiores confirma que alberga planes más ambiciosos de lo que su precariedad parlamentaria permite vislumbrar. No precisa acariciar el alias de Júpiter, como su vecino Macron, para implantar una vocación jupiterina incompatible con otras deidades. Cuando se ha llegado a La Moncloa sin disponer siquiera de un escaño en el Congreso, cualquier escalada parece imaginable. Sánchez es el único presidente del Gobierno que en su investidura sorteó al monarca. Felipe, claro.

El carisma de Juan Carlos I castiga a su hijo con más fuerza que la presunta corrupción paterna. El felipismo reinante en La Zarzuela es un juancarlismo por sentido del deber, sin entusiasmo. Los defensores a ultranza de la corona mantienen el poder pero se muestran apesadumbrados, el optimismo ha cambiado de bando. Mientras el país se plantea si la monarquía conocida es preferible a la república por conocer en los respiros que deja el coronavirus, Sánchez solo mantiene una exigencia. Que no se llame Felipe.