Nada ha cambiado y todo ha cambiado en el Valle de los Caídos. Este martes, la jornada de apertura al público tras la exhumación de Franco se ha asemejado a cualquier día habitual en el mausoleo que albergó sus restos durante cuatro décadas largas. Hubo turistas, los previsibles en una mañana de otoño de entre semana, y también nostálgicos del régimen anterior, aunque contados. Los monjes benedictinos que custodian el centro pudieron oficiar su habitual misa cantada ante medio centenar de fieles y las goteras que salpican el templo siguieron cayendo con rutina sobre las jardineras que hay dispuesta en el suelo para que no formen charcos. Sin embargo, en el lugar se respiraba un aire diferente. Nunca una ausencia tuvo tanta presencia en Cuelgamuros.

A simple vista, la novedad la delimitaban las 14 losas de mármol negro que acaban de ser instaladas tras el altar, pero el imán que atrajo hasta ellas a los asistentes no era el brillo de su superficie pulida, sino el hueco que había bajo ellas. Al acabar el rito que ofició el padre Santiago Cantera, prior del Valle, el lugar donde se situaba la lápida de Franco se llenó de curiosos que driblaban como podían la prohibición de hacer fotos que rige en el lugar. Cualquier cosa menos volver a casa sin un recuerdo histórico.

"Yo no me escondo, tomaré las fotos que me dé la gana, que España no es una república bananera". Desafiante, Pilar Ordalís, vecina de El Escorial y "fiel seguidora de Franco", plantó cara a los vigilantes, según ella "un puñado de esbirros al cargo de Sánchez". En plena discusión, otra mujer apareció cargada con una docena de rosas rojas y amarillas que extendió sobre la superficie que acotaba una cinta encargada de evitar pisadas. "Lo que aquí ha ocurrido ha sido una profanación, pero yo seguiré viniendo a rezar por Franco y a traerle flores", prometió camino de la lápida de José Antonio Primo de Rivera, que sigue presidiendo el frontal del altar, y donde dejó otro manojo de rosas rojas.

La escena de las flores fue el único lance que rompió la rutina matutina en el Valle de los Caídos, marcada por la presencia de curiosos -la venta online de entradas estaba agotada desde hacía varios días- y por la romería de periodistas que peregrinaba por las estancias a la caza de algún detalle que dotara de significación histórica a jornada. Costaba encontrarlos. "Para mí es un día normal", reconocía Rafa Márquez, guía turístico encargado este martes de pastorear un grupo de norteamericanos en la ruta que suele hacer todas las semanas, compuesta de una visita a El Escorial y otra más breve al Valle.

Detenidos frente a la antigua tumba de Franco, la alusión a la exhumación se hizo inevitable entre los visitantes, pero el guía les contó el traslado de los restos del dictador como quien explica la fotosíntesis de las plantas. "Que Franco ya no esté aquí, no lo borra de la historia. Hemos de contar nuestro pasado tal y como fue, y se puede hacer sin tomar partido por ningún bando", razonaba Márquez después de explicarle el 'Guernika' a un turista de Alabama que le había preguntado sobre el papel de los nazis en la guerra civil.

Tras dos semanas cerrado al público, el recinto ha recuperado su actividad habitual. El bar que hay contiguo al funicular que sube a la cruz ha vuelto a servir comidas, este martes con más periodistas que peregrinos entre su clientela, y en la tienda de Patrimonio Nacional que expende recuerdos a la entrada de la basílica suena de nuevo la caja registradora.

"Estas semanas sin trabajo han sido extrañas, pero lo más raro es no saber qué va a pasar a partir de ahora. Nadie nos dice nada, nos informamos por la prensa", reconocía la vendedora rodeada de suvenir, todos alusivos al mausoleo, pero sin referencias sobre el dictador o su régimen. "Quién sabe, quizá a partir de ahora viene la gente que antes no venía para no ver la tumba de Franco", especulaba el guía turístico.

De momento, lo que no ha cambiado un versículo es la misa que los monjes celebran todas las mañanas a las 11 en la basílica, de marcado acento litúrgico, aunque este martes el padre Cantera, que durante las negociaciones de la exhumación se mostró muy beligerante con los planes del Gobierno, dejó caer un par de alusiones que permiten lecturas entre líneas. "Aleja las insidias del enemigo de este lugar sagrado", pidió a Dios al inicio del rito, después de bendecir con el hisopo el altar y el círculo de losas negras que lo rodea. En su homilía, también cantada, el sacerdote volvió a dirigirse "al Benigno" para rogarle: "Concédenos que en adelante permanezca inviolable tu bendición en este lugar". Sea cual sea el destino del Valle de los Caídos sin Franco, el prior ya ha marcado su terreno y señalado sus deseos.

Nada ha cambiado y todo ha cambiado en el Valle de los Caídos. Este martes, la jornada de apertura al público tras la exhumación de Franco se ha asemejado a cualquier día habitual en el mausoleo que albergó sus restos durante cuatro décadas largas. Hubo turistas, los previsibles en una mañana de otoño de entre semana, y también nostálgicos del régimen anterior, aunque contados. Los monjes benedictinos que custodian el centro pudieron oficiar su habitual misa cantada ante medio centenar de fieles y las goteras que salpican el templo siguieron cayendo con rutina sobre las jardineras que hay dispuesta en el suelo para que no formen charcos. Sin embargo, en el lugar se respiraba un aire diferente. Nunca una ausencia tuvo tanta presencia en Cuelgamuros.

A simple vista, la novedad la delimitaban las 14 losas de mármol negro que acaban de ser instaladas tras el altar, pero el imán que atrajo hasta ellas a los asistentes no era el brillo de su superficie pulida, sino el hueco que había bajo ellas. Al acabar el rito que ofició el padre Santiago Cantera, prior del Valle, el lugar donde se situaba la lápida de Franco se llenó de curiosos que driblaban como podían la prohibición de hacer fotos que rige en el lugar. Cualquier cosa menos volver a casa sin un recuerdo histórico.