El 20 de agosto de 2008 era, a priori, "un día corriente" en la vida de Loreto González (Monforte de Lemos, Lugo, 1953). Nada hacía presagiar que no terminara así, pero a las 13.24 horas -una hora más en la Península- todo tornó en horror. El MD-82 con matrícula EC-HFP de la extinta aerolínea Spanair que debió partir de Madrid para llegar a Gran Canaria no consiguió alzar el vuelo con normalidad. Instantes después del despegue, y con 172 personas a bordo, se estrelló al final de la pista 36L del aeropuerto madrileño.

"Toda la vida que tenía terminó ahí. Ahora estoy, por así decirlo, en una especie de sobrevivencia", relata a punto de cumplirse diez años de la tragedia aérea. Su hija Clara Díaz, que en aquel entonces tenía 23 años, falleció en el accidente. Ella logró salvarse, pero ya nada es igual. "Mi vida en Canarias, mi trabajo, mi vida psíquica, mi vida física... Todo terminó. Todo acabó en Barajas", repite González, una de los 18 supervivientes del accidente del JK5022.

"Nos dimos cuenta de que el avión se estrellaba"

González echa la vista atrás y detalla su vida y la de su hija antes de ese 20 de agosto. Ella es médica y en aquella época trabajaba para el Instituto Social de la Marina. Los siete meses antes de coger ese vuelo estuvo en una comisión de servicio en el Océano Índico, en las islas Seychelles, para atender a la flota atunera que faenaba en esa zona. Su hija acababa de terminar la carrera de Psicología Clínica "de forma brillante" por la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) y recibió, por ello, el Premio Fin de Carrera.

Al terminar sus exámenes, Díaz fue a pasar unos 25 días con su madre en las Seychelles y después regresó a España para matricularse en un máster y asistir a una boda. González, en cambio, tuvo que permanecer hasta agosto en el archipiélago del Índico para atender a unos enfermos graves. En la Península fue donde se reencontraron. Díaz había sacado el billete de regreso a Gran Canaria en clase turista para el día 20 de agosto con Spanair, pues sabía que esa era la compañía con la que iba a viajar su madre desde Madrid para volar hasta Canarias. González, una vez en Península, cambió la fecha de vuelta para volar ese mismo día, si bien ella lo hizo en clase bussiness porque ese trayecto se lo cubría el trabajo.

"Nos dimos perfectamente cuenta de que el avión se estrellaba, lo recuerdo como una situación horrorosa", cuenta. La inestabilidad del aparato y los bandazos que daba, principalmente hacia el lado derecho, no hacían presagiar nada bueno. El último recuerdo que tiene dentro de esa aeronave es sonoro: los gritos de los pasajeros.

González perdió el conocimiento en el momento del impacto y calcula que lo recuperó unos diez o quince minutos después. "Lo recuerdo con mucha angustia. No me podía mover porque tenía el cuerpo roto y estaba esperando a que llegaran los rescatadores, que tardaron muchísimo tiempo". Por su profesión enseguida se autodiagnosticó. Tenía un neumotórax a presión y se estaba asfixiando. Cuando vio a los servicios de urgencias, los llamó con la mano, también fracturada, que podía mover.

La gallega permaneció más de dos meses en coma. Solo en la cara tenía 20 fracturas. Desde que ocurrió el siniestro ha pasado catorce veces por el quirófano para reparar, en la medida de los posible, sus lesiones. Las secuelas físicas del accidente aún saltan a la vista. Además de una "cojera manifiesta", está el daño psíquico. Las cicatrices que no se ven son las que más duelen. "Me quedé sin lo más importante en mi vida que era mi hija", subraya. Una pérdida que no se imaginó cuando abrió los ojos en el suelo del aeropuerto.

"Solamente vi unos pequeños matojos ardiendo, el riachuelo y a dos o tres personas moviéndose. La catástrofe del avión se quedó a mi espalda y ni siquiera me podía arrastrar. No ver arder el avión me dio mucho ánimo porque pensé que todo el mundo estaría malherido, pero bien. Por suerte no lo vi y eso me dio ánimo para tirar hacia delante. Si veo el avión como estaba, seguramente me habría dado cuenta de que allí estaban prácticamente todos muertos", esgrime.

Avería en el sensor de temperatura

Los mecánicos de la desaparecida aerolínea revisaron el avión por una avería en el sensor de temperatura antes de que el aparato tratara de despegar por segunda vez. Los pasajeros ya estaban a bordo y, aunque los técnicos tardaron más de una hora en revisar la aeronave, no les dejaron bajar. "La hora y pico que estuvieron reparando teóricamente el avión fue la última hora y pico de vida de mi hija y no pude estar con ella porque no nos dejaron movernos del asiento", lamenta.

Este lunes se cumple una década desde que se produjo la tragedia y González afirma que los últimos diez años han sido "muy dolorosos". Un tiempo en el que los familiares de las víctimas y afectados por el siniestro aéreo se han sentido "desamparados" por las autoridades políticas y por la Justicia. "No es verdad que los únicos culpables sean los pilotos que están muertos. Ellos son otras víctimas más. Esa es la injusticia que tenemos y no lo podemos permitir", sostiene. No comparte, asimismo, la aplicación del baremo de daños de uso general para los siniestros de tráfico utilizado por la mayoría de los jueces para calcular la indemnización que debe abonar Mapfre, la aseguradora de Spanair. "Es indignante", afirma.

González ve en la Comisión de Investigación del Congreso de los Diputados la "última esperanza" de depurar responsabilidades "porque no sucedió solo una cosa". "Que el director del aeropuerto no cerrara la pista y dejara que los aviones siguieran operando, entorpeció la asistencia prestada a las víctimas. ¿Si hubieran llegado antes habría más supervivientes? Estoy segura", añade.

Tras la tragedia, Loreto González decidió poner punto y final a su vida en Gran Canaria. Los tres primeros años los pasó "prácticamente sin salir de Madrid". Transcurrido ese tiempo, vendió su casa, situada en la Avenida Marítima de Las Palmas de Gran Canaria. Ahora solo regresa de forma puntual al Archipiélago, como para asistir al concierto celebrado ayer en el Auditorio Alfredo Kraus en memoria de las víctimas del JK5022.

"Me sigue doliendo mucho ver dónde vivía, la Fuente Luminosa a donde iba a jugar con mi hija y todas las referencias de tantos años", apunta. Ahora vive junto a su madre, de 91 años, en Monforte de Lemos. Pero continúa en la lucha por buscar la justicia y la verdad por el bien común: "Yo estoy tan quemada que ya lo que he llorado y seguiré llorando nadie me lo va a compensar. Pero si sucede otra tragedia que al menos se actúe de manera diferente".

Loreto González, hija de piloto militar, debe su nombre a la Virgen de Loreto, patrona de los aviadores. Volver a volar tras vivir en primera persona este accidente "fue muy complicado". A los cinco o seis meses tuvo que desplazarse hasta las Islas para pasar una revisión médica por su baja y tuvo que hacerlo medicada y acompañada de una psicóloga. "Después, y poco a poco, digamos que fui soltándome en vuelo", indica.