«Estaba escondido en una casa en Los Urrutias el día en que murió el dictador», recuerda 'el Rubio'. Habían pasado apenas dos años desde que salió del penal provincial de Murcia, hoy conocido como la Cárcel Vieja. Ni tan siquiera había dado Arias Navarro la noticia cuando en el Mar Menor sonaban ante los oídos atónitos de los vecinos las marchas militares por la muerte del Generalísimo. Con la debida discreción, Cristóbal Crespo -su verdadero nombre- y sus compañeros del grupo Pro-Comisiones Obreras descorcharon un vino. Llevaban años peleando en la clandestinidad contra el régimen y ya comenzaban a ver cerca el final de un proceso que acabaría en la amnistía de 1977.

Crespo comenzó en la lucha social en su pueblo natal, La Unión. Su juventud le pilló en los años finales del régimen, cuando la represión se recrudecía ante la proliferación de huelgas y la intensa actividad sindical en las industrias de la Sierra Minera. En aquel momento la dirección de CCOO había sido desarticulada y encausada en un macroproceso del temido Tribunal de Orden Público llamado Proceso 1001.

Con 24 años, trabajaba como mecánico en las minas de El Llano del Beal. Él y otros compañeros se dedicaron a despertar las dormidas conciencias de los trabajadores de empresas como Bazán. Entre las actividades que desarrollaban estaba la difusión de pegatinas reivindicativas y «la siembra» de folletos en contra del Proceso 1001. También publicaba en dos periódicos clandestinos del movimiento obrero: Los Trabajadores y P'alante. Así es como entró en el punto de mira de la Brigada Político-Social. Según el informe policial se acusaba a Crespo de ser «el hombre duro» y «responsable del aparato de propaganda».

El 20 de diciembre de 1973, se encontraba trabajando en El Llano cuando su jefe le pidió que bajara de la mina a la oficina porque unos policías querían hablar con él. «En ningún momento quisieron que mis compañeros vieran cómo me llevaban detenido», asegura. Acto seguido, le introdujeron en un coche. «Sentí miedo, tal como les vi pensé que eran perfectamente capaces de matarme y abandonar mi cadáver en cualquier sitio», recuerda. Afortunadamente eso no sucedió, Crespo acabó en la Comisaría de Cartagena. Su compañero, Diego Baraza, fue cazado con un puñado de folletos el mismo día del asesinato de Carrero Blanco. Crespo corrió mejor suerte: «En cuanto tuve ocasión de no estar vigilado, me comí los papeles que llevaba»,

Había sido detenido junto a sus camaradas Jose Cánovas Pedrero y Diego Baraza Urán acusados de 'asociación ilícita' y 'propaganda ilegal'. Si el trato era desde el principio de todo menos acogedor, el interrogatorio lo hizo más duro si cabe. La Policía le sometió a un exhaustivo cuestionario a Crespo. En el transcurso de este, le fueron enseñando fotografías, muchas de ellas de meros conocidos. «Había muchos de mi pueblo, obreros de empresas de la zona», recuerda. El momento más duro fue cuando a través de una ventanilla hicieron desfilar a sus compañeros. En todo momento, Cristóbal se mantuvo, como recalca el informe, «irreductible y tenaz en su negativa» a delatar o reconocer a nadie. Los agentes arremetían contra él a golpes cada vez que se negaba y, continúa el informe, incluso «negando lo evidente». De hecho, se negó a reconocer que él ya no vivía con sus padres y que había alquilado un bajo en Cartagena que hacía las veces de centro de difusión. Tal fue la torpeza de los agentes, que acudieron a dicho domicilio y se llevaron arrestado a su hermano. «En cuanto le dijo mi hermano a la Policía que estaba haciendo 'la mili' en San Javier le soltaron», comenta Crespo García entre risas.

Crespo buscó por todos los medios no entrar en prisión: «Dejé de comer para encontrarme débil para el día del traslado. Estaba tirado en el suelo y oía como los policías me culpaban de que estar fingiendo». Una vez pasadas las 72 horas de arresto, «me trasladaron a la cárcel de San Antón, al día siguiente, la tarde previa a la Nochebuena, me llevaron a la provincial de Murcia».

Tras las pruebas pertinentes para descartar enfermedades infecciosas ingresó en el pabellón reservado para los presos políticos: «No recuerdo un maltrato por ser preso político, más allá de las privaciones de libertad propias de cualquier preso». Ni él ni ninguno de los reos allí alojados pasaron por la celda de castigo, que recuerda simbolizada por 'unos guantes negros': «Cuando los Policías se los ponían era porque estaban dando leña a algún preso». Mientras, Cristóbal se adaptaba a la vida carcelaria y pasaba el tiempo acompañado de otros presos del PCE y del FRAP, entre ellos, recuerda con especial aprecio al escultor Miguel Palau. «Le ofrecieron un taller, allí nos enseñó a esculpir y pintar, con sus obras nos ganábamos algo de dinero para comprar comida en la cantina», relata. En cuanto a la relación con los funcionarios recuerda que «había fachas, pero la mayoría eran personas inteligentes que sabían que esto iba a cambiar pronto, que simplemente cumplían con órdenes y eran peones del aparato de represión del régimen». No obstante, el que más animadversión le causaba era el capellán: «Quería enseñarnos los principios del Movimiento, cada vez que lo hacía me daba risa». Apenas coincidía con los presos comunes pero sí recuerda con temor al que se ofrecía a hacer de barbero: «Pensaba que algún día me cortaría el cuello».

El momento más tierno era los vis a vis con sus padres. «Me visitaban preocupados, querían saber cómo estaba y comprobar que no me metía en líos», cuenta. Unas charlas breves en las que apenas había intimidad: «Se hacían con dos rejas de por medio y un funcionario escuchando todo». En la cárcel recibió la sorpresa de que iba a ser padre. Su novia, Isabel, también estaba en el punto de mira de las autoridades franquistas de la que sospechaban ser el contacto de Crespo en Murcia. Estudiante de Derecho en la UMU, había quedado embarazada de gemelas. Crespo las reconoció y «en un despacho de la prisión nos casamos, la ceremonia la ofició el cura de Alguazas y asistiendo de testigo el director de la prisión».

La vida cotidiana en prisión era tediosa pero las condiciones no eran tan penosas como en la posguerra. Había muy pocas opciones de ocio, solo se podía disponer de algunos libros y películas muy seleccionadas. Crespo y sus compañeros lograron introducir una 'Historia del movimiento obrero' escondida en una Biblia. La censura estaba a la orden del día y era más palpable dentro, donde hasta las cartas de su novia llegaban con «tachones». Lo mismo sucedía con los periódicos donde todas las noticias sobre política eran «páginas arrancadas».

Tras cuatro meses, le comunicaron su liberación. «Lo recuerdo con mucha alegría, vino un matrimonio a recogerme y comimos junto a mi entonces esposa en una casa del Campo de Cartagena», recuerda.

Cristóbal mira curioso los muros derruidos de la cárcel: «Me importa un pepino lo que le pase a la cárcel pero la gente debe tener memoria de lo que aquí pasó. De la República en adelante la historia está falsificada».

Martínez Ovejero, preso político y doctor en historia

Antonio Martínez Ovejero fue encarcelado por su militancia en la Organización Revolucionaria de Trabajadores tres meses en Carabanchel y otros dos en la Cárcel Vieja.

Militante del PSOE desde 1977, fue senador, gobernador civil de Segovia y jefe de gabinete del ministro José Barrionuevo. Los últimos años de su vida los ha dedicado a historiografiar la represión franquista en la Región.

Fruto de sus investigaciones ha conseguido cuantificar a las personas represaliadas en las prisiones murcianas y sacar a la luz sus condiciones lamentables de subsistencia y el triste destino de muchos de ellos.

La Cárcel Vieja, con una capacidad para 350 reos, llegó a albergar 2.142 personas en 1940. El hacinamiento y sus problemas asociados fueron los que hicieron de las condiciones de vida de los presos políticos en la posguerra las peores. La sentencia media era de 13 años, aunque la mayoría no superaba los tres de estancia efectiva.

Una estancia donde habían de convivir con la amenaza constante de enfermedades como el tifus, la tuberculosis y la desnutrición, fácilmente transmisibles por la falta de higiene y la abundancia de parásitos. Se calcula que había un váter por cada 150 presos y según el investigador Marín Jover, la dieta media diaria apenas alcanzaba las 600 calorías. 553 personas fueron fusiladas en las tapias del cementerio de Espinardo y 263 murieron por enfermedad o malos tratos.