Cuando el urbanista L. Munford nos dice que la ciudad no es solo una historia, nos indica que ante todo que es una forma de estar, sentirla, retener sus imágenes que nos acostumbraron a conocerla. Una calle no es solo un nombre, es mucho más, como el arco, la plaza, el jardín. Estancias sugeridas, encontradas, que señalan, retienen, dejan estados del alma a su paso. Calle corta enlazada a una anécdota de hornacina sumisa, calle alargada que se pierde en su trayecto.

La ciudad se mira, se siente, se vive. Lo que no se vive no trasciende, se escora en espacios vacíos, pero lo que se vive queda en el alma. Y es que en mi vida hay una calle retenida, encontrada desde el ayer de la infancia. La calle Alfaro es referencia completa de mí mismo en el trayecto cotidiano de voces sentidas y el olor de bodega antañona, donde ahora se escancia el muro renovado junto al quicio de la plaza vieja del Esparto, que es de Romea. La calle, vía precisa y familiar, se tiñe de viejas vivencias compartidas. Pues lo de menos es su nominación que, hurgando en los cronicones y en el no menos erudito y periodista José María Ibáñez García, le viene por la presencia de un tal Nicolás Alfaro, funcionario, acaso administrador de exiguo relieve, pero, al fin y al cabo, rotura un pequeño espacio de la ciudad. Lo demás es pulsión, acaso queja que se hunde en el alma. Repasar esta rúa, encrucijada y encuentro, es significar momentos de traspaso en la evolución urbana, que es una ley de ausencia.

La calle, por vivida en la longitud de una infancia de gesta transcrita, no deja de encajar en una quietud de paseo añejo. Viniendo de San Bartolomé y pasando la hornacina de las Ánimas, ante la que alguien se santigua, se esquina por un lateral dando con un edificio dieciochesco, singular arquitectura renovada a los nuevos tiempos. Un edificio conectado a un tiempo de vida asentada entre sus estancias. Porque las tuvo, se vivía allí entre la escalera y los balcones recios: una terraza con chimenea elevada y la buhardilla de ventana de pájaros que en ella tenían su morada. La vivienda no era como las otras, sino el hogar vivido en indefinidas horas dejadas por el tiempo, atesoradas en el límite del olvido, que es el modo de evocar. Y a su paso por la calle, que suele ser en pausas convenidas, uno se llena de los perfumes de los colosales desfiles pasionales y de las Fiestas de Primavera dominadas desde la esquina de un balcón inédito. De los sonidos de las llaves del sereno que se escuchaban con la luz de los primeros rayos de la luna.

Aquellas voces de la escobera rondando por derredor en albas impredecibles, cuando no se oteaba el paso de Pedro Flores dirigiéndose al café Santos, cita de intelectuales afincados en París. La Calle Alfaro es una añoranza escrita sobre sus paredes, frescas todavía, donde las golondrinas apuraban sus veranos anunciados: escaparate de imágenes proustianas que renacen cuando por su estancia acudo en tardes de melancolía y vuelvo a mirar sus balcones, que son el silencio de un tiempo pasado.