La primera muestra de nuestra literatura dialectal propiamente dicha es un romance anónimo de finales del siglo XVIII titulado La barraca, en el que un huertano se lamenta de que, por razones de urbanismo como diríamos ahora, y por orden del corregidor, le derribasen su barraca. El poema, según Torres Fontes, es testimonio fidedigno de las costumbres de la época y desde el punto de vista literario es interesante porque en sus versos se respira la dureza y el dramatismo de la vida huertana, razones por las que Francisco Javier Díez de Revenga lo califica, atención, como «la mejor creación literaria del siglo XVIII murciano». Para muestra, baste el dramático final: ' yo tengo en esa vivienda/to mi bien y toa mi arma;/¿qué le queará a este enfelís/si le erribais la barraca?'.

Por regla general, estas barracas no pertenecían a los agricultores que las habitaban, sino al dueño de las tierras donde estaban, por lo que si este vendía su propiedad, el agricultor se quedaba desahuciado. Son muchos los testimonios sobre estas ventas o subastas, como la que tuvo lugar en agosto de 1852, en la que, entre otros, se anunciaba el 'remate' de una de estas propiedades, en El Esparragal, de 'treinta y ocho y media tahúllas con un barracón, tejado, una barraca, y otro barracón que sirve de cuadra y un corralito'. Abundan también los testimonios sobre la destrucción de estas viviendas por las riadas, dada su fragilidad, lo que hacía necesario que se destinaran fondos para ayudar a su reconstrucción, lo que hizo la misma reina María Cristina, dedicando cinco mil pesetas en octubre de 1884.

Tanta importancia ha tenido esta vivienda huertana que el carismático escritor y murcianista Nicolás Rex postuló, a mediados del pasado siglo XX, un proyecto llamado precisamente 'La barraca', que era, para entendernos, como un parque temático, dedicado a la conservación del paisaje huertano, que incluía, cómo no, tres barracas: una principal decorada con todos sus utensilios que serviría de museo, otra que albergaría una biblioteca regional, así como el museo de cerámica y trajes y, la última, que sería un ventorrillo como los del siglo XIX, destinada a los juegos tradicionales como el truque y anexo a la cual habría un juego de bolos. Tal proyecto no cuajó, aunque sí lo hizo otra iniciativa similar, la del actual Museo de la Huerta de Alcantarilla, que ahora celebra su 50 aniversario, cuya visita es imprescindible para conocer el pasado de nuestra huerta en este sentido, y donde se puede ver, cómo no, una barraca.

Como ironía de la historia, lo que vemos en su lugar son fastuosas mansiones, como la de la foto, en El Esparragal, bajo cuya acera yace, por cierto, de incógnito y entubada, nuestra acequia Pitarque en su último tramo.