Murcia en socorro de Cartagena

El día 9 de octubre de 1587, cumpliendo lo acordado por el Concejo de la ciudad, sale hacia Cartagena el capitán Isidro de Lorca. Según se habían tenido noticias, a aquella ciudad, habían llegado varias naves de moros procedentes de Orán y estaban causando serios desmanes, robos y saqueos.

Frente al Palacio del Obispo, al capitán Lorca se le entregó el estandarte del Concejo y se puso al frente de la tropa de Murcia que fue bendecida por el entonces obispo de la Diócesis, Gerónimo Manrique. Por cierto, que el entonces obispo había estado en la batalla de Lepanto junto a don Juan de Austria.

La acción de guerra que llevó a cabo el capitán Isidro de Lorca con la tropa de Murcia, en Cartagena, fue todo un éxito obligando a huir por mar, igual que habían venido, a los invasores que perdieron varias de sus naves antes de abandonar el puerto. Al regresar a Murcia tras cumplir su cometido devolvió el estandarte al Concejo diciendo textualmente: «Sin derramar mi sangre devuelvo el glorioso blasón de Murcia. Sin con ella hubiese empapado esta bandera, mi linaje se honraría, añadiéndole a su escudo un cuartel ensangrentado».

Informe de Roque López sobre la virgen de la Fuensanta

?En el año 1802, siendo Comisario de la Fuensanta el Canónigo Magistral de la Diócesis de Cartagena Antonio Martínez, que llegaría a ser obispo de Astorga y arzobispo de Zaragoza, encargó retocar la imagen de la Virgen de la Fuensanta al escultor RoqueLópez.

Asimismo, se le encargó que hiciera un estudio pormenorizado de la escultura y de la madera en la que estaba realizada. Copiamos literalmente el informe que hiciera Roque López advirtiendo al lector de que está escrito en lenguaje de la época y que por su valor histórico no hemos añadido ni cambiado palabra alguna.

Dice así este estudio de 1802: «La parte superior de la imagen, esto es, la cabeza y cuerpo hasta la cintura, es de una madera tedosa muy distinta de la de las demás partes, madera durísima, insípida, desjugada y sin sustancia. Intratable y cuasi impenetrable al escoplo y aun al cincel, por lo que costó mucho trabajo ahondar los huecos de los ojos, boca, narices y orejas, y mucho más de lo que me ha costado el renuevo de otras imágenes antiguas.

Que dicha madera es y será muy durable por la dicha solidez y acidez y porque en ella no hay ya sustancia, humedad, ni otra disposición por donde pueda juzgarse corruptible, por si o de sí misma, si algún otro accidente no la destruye.

Que la dicha madera es cortada de muchos siglos hace, según se advierte en lo desjugado y árido de sus partes tedosas y leñosas; que según mi saber y entender y por los conocimientos que me ha prestado el continuo ejercicio de mi facultad y por lo que tengo observado en otras imágenes antiguas que he retocado o renovado, que son muchas de este y otros obispados, juzgo y aun aseguro, que esta imagen de la Virgen de la Fuensanta es antiquísima y de tiempo inmemorial, sin ningún arte ni estructura, respecto de la que se observa en imágenes antiguas y de tiempos posteriores el haber observado que anteriormente a esta ha sido retocada y colorida por tres veces sobre su primera encarnación, y el cotejo que hago con otras que se tienen por antiquísimas, es de parecer que sus hechuras se harían en tiempo de los godos, se entiende la cabeza y cuerpo, hasta la cintura o cerca de ella, por de allí abajo, hasta los pies, es otra cosa más moderna y las manos y brazos son también de otra madera, construcción y mejor arte».

Proclamación de Isabel II

El día 14 de noviembre de 1833 se proclama, en Murcia, a la reina Isabel II, que tenía solamente tres años de edad. Hija de Fernando VII y María Cristina de Borbón-Dos Sicilias. Cuarta esposa del rey, y prima hermana suya, fue su madre, la Gobernadora del Reino.

Isabel II había sido proclamada reina el 29 de septiembre de dicho año al morir su padre, pero en esta ciudad, no se celebró la proclamación hasta casi dos meses después. En las actas capitulares leemos como se celebró la ceremonia: «La comitiva salió del Ayuntamiento.

Abría la marcha un piquete de Infantería del Provincial de Murcia, después otro de Caballería del Regimiento tercero de Ligeros, los alguaciles mayores a caballo y los menores a pie; luego todo el Ayuntamiento con ricos uniformes y su alcalde Mayor, don José Enjuto, a caballo y cerrando las marchas las compañías del mismo regimiento de infantería y todo el de caballería.

Al llegar a la plaza de Santo Domingo, en donde se colocó un magnifico tablado, subieron a él los señores regidores, porteros y reyes de armas. Colocados todos en sus respectivos sitios y leída en alta voz la Real Cédula de S.M. la Reina Gobernadora, doña María Cristina de Borbón, en que mandaba levantar pendones por la reina doña Isabel, uno de los reyes de armas, don Pedro Escusa, pidió en alta voz silencio por tres veces. Hecho este repitió por otras tres veces el «oíd» y a continuación gritó «Murcia por la Reina doña Isabel Segunda».

Dichas estas palabras, don Luis Zarandona y Fontes, alférez de la ciudad, enarboló el estandarte Real por tres veces, haciendo lo mismo en los cuatro ángulos del tablado, repitiendo incesantes vivas a la reina doña Isabel y a su augusta Madre la Reina Gobernadora. Acabado el solemne acto repicaron las campanas de Santo Domingo y la Catedral.

Después lo hicieron todos los campanarios de la ciudad y ermitas de la huerta. En los balcones de los religiosos de Santo Domingo estaban desplegados y colocados los pendones de los gremios, los que se enarbolaron al mismo tiempo que el estandarte Real. Concluido tan solemne acto marchó la comitiva desde allí hasta la plaza Real del Arenal. Hubo repique de campanas y música en la Glorieta al pie de la estatua que la ciudad tiene levantada a su Majestad don Fernando VII (hoy ya no existe como sabrá el lector).

El Concejo fue magníficamente adornado e iluminado lo mismo que se hizo en todo el centro de la ciudad de Murcia. Estas fiestas de la proclamación de Su Majestad Doña Isabel II se prolongaron por espacio de siete días».

El garrote que falló

En octubre de 1757, con motivo del ajusticiamiento de un vecino de Murcia, de nombre Cristóbal, la ciudad asistió consternada a la larga agonía del condenado, pues a última hora falló el instrumento que debía causarle la muerte y aquel Cristóbal, a la vista de todo el mundo, tuvo una larga y penosa agonía entre convulsiones, vómitos y estertores que enfadaron a muchos, ya que no se había dado una muerte rápida al pobre hombre.

Nada sabemos de lo que le llevó al patíbulo, pero sí de su horrible muerte. Tal fue la consternación que hubo en la sociedad ante semejante barbaridad que el Concejo no tuvo más remedio que tomar cartas en el asunto, cosa que hizo, y de lo que se levantó acta que se expresa en los siguientes términos: «Enterado este Concejo de la Ciudad de la desgracia acaecida con el hombre a quien últimamente se ha dado muerte de garrote, habiendo estado penando largo rato a causa de no haber sido el instrumento correspondiente el que le diera muerte rápida, con general compasión de las gentes que asistían a su ajusticiamiento y siendo participes de su contingencia y desesperación.

Para obviar tan grandes y graves inconvenientes que pudieran acaecer en los sucesivo, se acuerda que el señor don Joaquín Riquelme, Regidor, haga traer de la corte o de cualquier otra parte, donde sepa que lo haya bueno, un instrumento o ahogadero para dar dicho garrote de manera eficaz y sin causar mayores penas al reo».

San Antonio y sus tradiciones en la huerta

Ayer lunes, día 13, se celebró la festividad de San Antonio de Padua, también llamado en la huerta ´San Antonio el portugués´ haciendo clara referencia a la nacionalidad del santo franciscano. Es uno de los santos que mayores devociones despertaban sobre todo el siglo XIX en toda la huerta de Murcia. Aparte de ser uno de los nombres propios más utilizados tanto en mujer como en hombres.

Se le tiene como ´abogado´ de las cosas perdidas y, asimismo, recurrían a él las mocitas casaderas que, en ´edad de merecer´, no habían encontrado novio.

En este último caso, pidiéndole novio, si el santo «no hacía caso a las peticiones» después de rezarle las debidas oraciones se le «castigaba» echándolo al pozo y remojándolo varias veces. Al respecto existía un dicho popular que decía: «Fuiste tú la que metiste a san Antonio en el pozo y lo ahogastes en el agua pa que te saliera novio».

Si tras rezar el novenario a san Antoniono aparecía ´novio´ para la moza, esta cogía la estampa del santo, la ataba a una cuerda y lo zambullía repetidas veces en el agua del pozo hasta que la estampa, de tan mojada que estaba, se deshacía. Ya se habían vengado del santo y lo habían ahogado en el agua del pozo. En dichos y refranes populares, cantares, de la huerta de Murcia recopilados por Martínez Tornel encontramos muchos otros que hacen referencia al santo de Padua.

«San Antonio portugués patrono de lo perdido, mi novio se perdió anoche, búscamelo santo mío». También se hablaba de amores imposibles: «Tan imposible me parece que yo olvidé tu cariño como quitar de sus brazos a san Antonio su niño». O ese otro: «La estampa de san Antonio siempre la tengo en el pecho, cuando me acuerdo de mi Antonio saco la estampa y la beso». Y ya por último hacemos referencia a un cantar muy gracioso donde las feas se revelan: «Todas las feas del mundo se juntaron una tarde a pedirle a San Antonio que las bonitas se acaben».

Pedirle novio y relacionarlo con las «cosas del querer» se recurría a este santo cuando algo se había extraviado y no se encontraba. Es el abogado de las cosas perdidas, como hemos citado anteriormente, y se le rezaba una oración para que apareciese.

Había que rezar la jaculatoria con un pañuelo en las manos y se le iban haciendo nudos mientras se rezaba. Significando, los nudos, que se estaban atando las patas al diablo para inmovilizarlo y que el santo pudiera hacer su trabajo buscando lo perdido.

La oración, que no tiene desperdicio, decía así: «San Antonio de Padua que en Padua naciste, en Padua te criaste y en el púlpito del Papa predicaste. Estando en el sermón te vino un ángel con la comisión de que echaras a andar pues a tu padre iban a ajusticiar.

Y andando, andando se te perdió el breviario y la Virgen se lo encontró. Tres voces te dio Antonio, Antonio, Antonio átales las patas al demonio y lo olvidado, será hallado. Santo mío como a ti te apareció que me aparezca lo mío». Eso sí, una vez que había aparecido lo que se había perdido, el devoto agradecido acudía a la ermita o parroquia a «pagarle la deuda» al santo que eran siempre siete monedas. Ni una más ni una menos. Siete reales, siete céntimos, pesetas o lo que fuera, pero siempre en igual número. Siete. San Antonio no admitía más número de monedas ni por supuesto menos de esas.