A lo que estamos llegando, sin cajeros en el banco y sin sellos en el estanco

Está bien que algunos trámites se ajusten a los nuevos tiempos, pero no tanto que te dejen en pelotas. El otro día, sin ir más lejos, tras pedir un balance de mi cuenta corriente, con los últimos movimientos, me pareció observar que el saldo era muy mermado. Y es más, al no aparecer en el mismo el ingreso de mi pensión de jubilado, me descabaló todos mis cálculos.

A tal fin, nada más salir del cajero automático, pasé dentro de la oficina, para que me lo aclarasen. Pero, tras esperar un buen rato, aprecié que no había nadie en caja para atender al público, recurriendo a otro empleado, más próximo, que me resolviese el problema. Y este, efectivamente, tras mostrarle mi carnet de identidad, me lo explicó al punto y muy sobradamente. Pero, a lo que íbamos; no estaba el cajero en su sitio, el bancario en persona, al que recurría siempre, y con tareas de liderazgo.

Respecto al segundo punto, a los sellos, debo decir, y digo, que al vivir en Murcia, la mayoría de mis asuntos los vengo despachando, a plena satisfacción, en la Oficina Central de Correos, sita en la Plaza de la Rotonda, aledaña a la Antigua Cárcel. Pero en un par de ocasiones, sin embargo, he tenido que apelar a un estanco de barrio, con diversa fortuna. En el primero, para poner el franqueo correspondiente tuvo que buscar en mil carpetas, de aquí y de allá, y luego, a la hora de poner los sellos, te dejaban solo ante el peligro, y no había forma de pegarlos convenientemente. Bien porque no eran todos adhesivos, y había que hacerlo a mano, al faltar el antiguo recipiente apropiado al caso, el humedecedor, impregnado del líquido elemento (goma arábiga, visco o vaya usted a saber) o jugarte el tipo, mojándolos con la propia lengua; ¡con la que está cayendo..!

Ante esta precariedad de medios y una atención tan poco colaboracionista, opté por irme a otro estanco más moderno y cooperante Y, efectivamente, todo a la perfección. Tras el pesado del sobre correspondiente, echó mano a una cajita pequeña, muy aparente, con los sellos ya recortados y, poco a poco, los fue pegando (por su parte…) uno a uno, con suma habilidad y presteza, ¡una maravilla…! Lo malo fue que, a los pocos días, al volver de nuevo, cambiaron las tornas.

Le llevé un sobre grande y, al esperar que hiciese la misma operación, pero me manifestó que no tenía peso, y que por tanto, el sello exacto, que le correspondía, lo tendría que poner ¡a ojo! ¿Qué les parece? Pero, naturalmente, para no quedarse corto, la franquicia la hacía en exceso, con largueza, con chorrera, para que no le faltase. Obviamente, a mi costa, a cargo de mi bolsillo… que así cualquiera.

En definitiva y ante mi pregunta, de qué tenía qué hacer en el futuro, su respuesta fue bien sencilla: «Pues hacer lo que ha hecho siempre, ir a la oficina de correos, y santas pascuas, ¡que para eso está!». Que para ese viaje no hacían falta tantas alforjas.

Y mientras tanto, como decíamos al principio, aquí me tienen ustedes, sin cuartos a los que echar mano (como hacía mi suegra) ni carta que mandar; si no quieres que la misma te cueste un pico…

Travesuras en el bar de Paco de Remigio

Travesuras en el bar de Paco de Remigio Antonio Turpín Mateo

Recordando viejos tiempos, me contaba hace poco mi buen amigo Octavio una anécdota muy graciosa, acaecida en el antiguo bar de Paco de Remigio. Regentado a la sazón, en la plaza del pueblo, (en lo que hoy es la casa del Chifi), efectivamente, por su titular, Francisco Avilés Moreno, Paco de Remigio, cuyo mote ha sido legado a sus descendientes como un tesoro. Casado con María, la hermana del Boni, padre de tres hijos (Germán, María y Jesús) y hermano, para completar su perfil biográfico, de la Amparo del Conde, de Teodosio (padre del Linos de Ojós, el de los borrachos) y de Genoveva, casada en segundas nupcias, con José Alvarez-Castellanos Raél, el famoso Don Pepe.

Bueno, pues este pintoresco personaje, además de trabajador habitual, como recogedor de limones, en una de las muchas cuadrillas coordinadas por el Cojo de la Asunción (en tiempos de Antonio Gómez Aroca el Chispe, manijero general de los Gómez) en una época determinada de su vida, también fue tabernero.

Y a eso íbamos. A este respecto, como digo, me contaba el hijo de Anselmico de la Clara y de la Teresa de Montalbán, que en cierta ocasión, para quitarse de encima a los muchos zagales que merodeaban por allí, dándole el follón, con el sólo afán de calentarse en la lumbre, en los días del duro invierno, o de formar bulla, con el mayor descaro del mundo, urdió como hábil estratagema, la contemporización o hacer la vista gorda, para quitárselos de encima. Hasta que llegó un momento, que le cogió con el morro torcido, y harto de tanta monserga, los echó a todos a la calle, sin más contemplaciones. Entre los cuales destacaban, haciendo cabeza, y como más impertinentes, el mentado Zarrita, su primo, el Antoñico de José María; Gregorico de Pestaña, Bernardino, el Farinas, o el mismo Ambrosio de la Resure y, tantos y tantos otros ‘trastos’ de la vecindad y de igual calaña cizañera; a cual peor, que había que tener más paciencia que el Santo Job, para soportarlos.

Aunque, sabedores de su especial susceptibilidad, y ‘picándole’ lo suyo, al rato volvían de nuevo a la carga, y con nuevos bríos, echando más leña al fuego, y poniéndolo de los nervios, a punto ya de tomar un camino. Hasta que llegó un instante , fuera de sí, que ‘explotó’, y con frases apocalípticas los mandó a todos, no sólo a freír puñetas, sino a mucho más allá de los infiernos.

Expulsándoles a puntapiés del recinto y diciéndoles, literalmente (y ojo al dato: «¡Fuera de aquí!» «¡Irse todos a descapullar monos a la Sierra! ¡Coño! Que no es un mal sitio para cambiar de aires».

Nombres cambiados o tres en uno

Nombres cambiados o tres en uno Antonio Turpín Mateo

Los andariegos impenitentes, los llamados ‘peripatéticos’ de verdad, antes o después, siempre nos encontramos en el camino. Y, máxime, si con alguno de ellos soñaste la noche anterior. Este es el caso, de un viejo compañero de instituto, al que después de evocarlo en mis delirios oníricos, tras más de veinte años sin verlo, de sopetón, me topé con él, en medio de la caminata.

Y no una, sino dos veces, a la ida y a la vuelta. Y en ambas circunstancias, llamándole Michel, cuando ese no es su verdadero nombre. Aunque tal vez tenga su explicación, como nos tenían advertido Platón y Aristóteles, sobre el arte de enviar esos mensajes que, aparentando una cosa, significan otra, influyendo así en el subconsciente del receptor. Puesto que este amigo que digo, llamado realmente Ildefonso Méndez García ‘Ilde’, no se concibe en mi pensamiento, inseparable de otros dos entrañables compañeros, Miguel Fernández Aguilar ‘¡Michel!’ y Antonio de Antonio Campoy: ‘una tripleta histórica’, de los años 50 en Murcia, y los niños mimados, su ojico derecho, del mítico Honorio Carrasco Martínez, en los tiempos heroicos del Frente de Juventudes. Y la prueba de ello es que en ninguna de las dos ocasiones referidas, me enmendó mi error o lapsus lingüae, al trocar su nombre.

Pero ya que estamos metidos en estas profundidades metafísicas digamos, citando a Adrián Ángel Viudes, al que sigo muy de cerca en sus numerosos artículos en los medios, y hasta con cierta veneración, que ya en siglo XX, y transcribo literalmente: «O. Poetz demostró que el contenido de los sueños se compone de información recibida subliminalmente, mientras que, en 1957, James Vicary dejó boquiabierta a la prensa al reconocer que había introducido en una película, a través del taquistoscopio, mensajes invisibles, como ‘Beba Coca Cola’ y ‘Coma palomitas de maíz’ a una velocidad tan rápida que no pudieron ser percibidos conscientemente, pero que aumentaron considerablemente las ventas de ambos productos. Había nacido la publicidad subliminal, prohibida por un tiempo en EE UU ante el pánico generado».

Y me dirán ustedes: «¿A qué viene todo esto, este largo preludio?»; pues está más claro que el agua… Ya que dos días antes del encuentro fortuito de marras con él, por confiar plenamente en la palabra de un señor, al que tengo por un buen amigo, me timó en toda regla (vamos, que me la metió doblá, utilizando esta expresión coloquial en su versión más descarnada). Más o menos, más bien menos, todo sea dicho, como hace años, guardando las debidas distancias, de tiempo y lugar (y la entidad de la propia materia), me pasó, sin él pretenderlo, con el bueno de ‘Ilde’, mi viejo amigo y camarada…, e intentaré explicarlo, con la mayor fidelidad, para que se me entienda correctamente, y quedar bien por ambas partes, y que luego no se diga...

Tal vez, desde que conociera al padre Solís, con el que le unía una relación muy especial, e imbuido de su doctrina, más que un profesor aventajado de Murcia y una persona entregada vocacionalmente a la enseñanza, en todas sus manifestaciones, como no he conocido a otra igual, es una agencia de colocación ambulante, que despliega infinidad de obras de caridad, en socorro de sus numerosos conocidos y amigos, prevaliéndose de su don de seducción y enorme influencia, aquí y allá. Bueno, pues con esos precedentes solidarios y altruistas, un día indeterminado del año catapún, recientemente fallecido Michel, al evocar su memoria y probada sensibilidad social, como él (y aquí está el verdadero quid de la cuestión, el mensaje subliminal que apuntábamos al principio) se presenta en mi lugar de trabajo en la Comunidad, que entonces se compatibilizaba la labor funcionarial con la docente, acompañado del director del colegio público de San Andrés, para pedirme un favor.

En beneficio, creo recordar, de un exalumno del citado centro educativo, que atravesaba una situación académica muy delicada.

Y que, en síntesis, consistía ni más ni menos, que en aprobarle la asignatura de la que yo era profesor en la Escuela de Maestría (en la convocatoria de septiembre) por coincidir el examen con su labor temporal en Francia, cono motivo de la vendimia, y por tratarse de una familia, en verdad, muy necesitada. A cambio, naturalmente, de la presentación de un trabajo, en las debidas condiciones, a su regreso. Juramentándose ambos, y bajo su palabra de honor, de que ello habría de producirse y sin fallo alguno. Muy a regañadientes, lo que se diga es poco, accedí a sus pretensiones (por una vez en mi vida y con gran cargo de conciencia) dejando en el aire, si esa circunstancia se produjo o no, ¿Ustedes qué opinan?

Trabalenguas culinario

Trabalenguas culinario Antonio Turpín Mateo

El pasado 4 de noviembre, ya con el babosal puesto, pasadas las tres y media de la tarde y con la televisión a toda pastilla (para oírla mejor), mi mujer está realizando los últimos trámites para poner a la mesa un potaje de acelgas. En ese preciso instante reclama mi presencia, para que le eche una mano, diciéndome con apremio: «¡Ráscame, ráscame, que me pica un ojo!» Y a esa labor me presté, solícito; para aliviarle el dolor. Pero, en realidad, lo que ella quiso decirme, fue: «¡Ayúdame a picar los ajos!». ¿Se imaginan el resultado de tal confusión? Que estando con el mortero o el almirez en ristre, tratando de machacar los ajos, que saltaban como fieras (que en mi vida he visto cosa igual) saliéndose del recipiente, que parecían víboras. Y mientras yo, hecho un Juan Lanas, haciéndole cucamonas a la parienta, como un gilipollas, tratando de relajarla, con ‘pasaicas’ en el entrecejo.

El resultado no pudo ser más explosivo, armándose la marimorena y con el berrinche consiguiente, amargándome la comida, por una simple minucia doméstica. ¡Qué para eso estamos a estas alturas! Un caso típico y particularísimo, que se asemeja mucho a lo que pudiéramos calificar como violencia de género, o a un acoso en toda regla. Aunque de ello no hablen las estadísticas o lo disimulen. ¡Y todo por ser un ‘pelín’ sordo…! ¡Que el delito se las trae!

Un reloj que no anda

Un reloj que no anda Antonio Turpín Mateo

Para hacer mandados me las pinto solo. Y si tienen alguna duda de ello, lean este que les cuento. Voy a un cuchitril que hay enfrente de El Corte Inglés de Murcia, y le digo a un señor, que se esconde debajo de la escalera: «Que dice mi mujer que le ponga pilas a este reloj, que no anda». Y estas fueron sus palabras: «¡Este reloj no necesita pilas, marcha sin pilas!», así como suena. Y mirándome de arriba abajo, casi de forma despectiva, me pregunta: «¿Cuántos años tiene tu mujer?»; «hombre, ahora no caigo, pero como yo le llevo tres, debe estar a punto de cumplir los ochenta» ; «bueno, mejor me lo pones, pues dile cuando la veas que lo que tiene que hacer es llevarlo siempre puesto y, sobre todo, que ande, que lo mueva mucho». Y, tras breve pausa, añade muy solemne: «Porque si está quieto, al poco rato, se para y no rula». «De acuerdo, de acuerdo» -le digo yo, después de tanta perorata- «¿Y si hubiese que limpiarlo, o algo por el estilo, para que pitase mejor, valdría mucho?». Y aquí, no se anduvo por las ramas, cortándome en seco: «¡¡¡50 euros!!!»; «¡no me jodas, pues para eso me compro otro!». Lo mismo que me dijo mi mujer cuando se lo conté, pero con una novedad añadida, que nada más dárselo, lo tiró con rabia a la basura, sin más contemplaciones, quitándoselo de en medio. Y al día siguiente, efectivamente, se ha mercado uno nuevo. Pero en otro establecimiento, por si acaso…