Poco antes de las siete de la tarde, el edificio de LA OPINIÓN tembló. Yo estaba en mi mesa, pero no era capaz de concentrarme en la contrarreloj que a esa hora se produce en la edición de páginas porque las llamadas a mis hermanas en Lorca tras el primer terremoto no eran respondidas y en mis ojos y en mi entrecejo se concentraba otra vez aquel dolor que sentí hace decenas de años cuando no me dejaron salir del instituto de enseñanza, todavía sin otra nominación que el Masculino, porque una enorme riada había inundado las riberas del Guadalentín, donde entonces vivía mi familia. Salí a la calle y mientras tecleaba infructosamente el teléfono una y otra vez empezaron a llegarme mensajes y llamadas que se solapaban y no era capaz de atender. Ya todos sabían que lo que en Murcia había sido un suave pero asustante eco, en Lorca, y especialmente en el barrio de La Viña, donde vive mi familia, había tenido tintes de tragedia. Mis hermanas no sólo no respondían a mis llamadas, sino que yo ni siquiera escuchaba el sonido de espera y en su lugar había un silencio sordo, como si no hubiera marcado número alguno.

Entre uno y otro intento atendía las llamadas y leía los mensajes de quienes, sabiéndome lorquino, se interesaban por mí y por los míos. Cuando más de una hora después conseguí localizarlas —las conexiones telefónicas se habían interrumpido—, me informaron de que estaban bien, pero concentradas con cientos de personas en la plaza del barrio. A partir de ese momento, tuve a mi disposición, sin yo solicitarlo, más viviendas en Murcia y sus alrededores que muchas inmobiliarias, «por el tiempo que haga falta». Y no a causa de que uno trabaje en este escaparate, pues se trataba de amigos, de amigos de amigos, de simples conocidos, de colaboradores de mi sección en el periódico y hasta, como comprobé días después, de desconocidos para mí que por leer este diario saben de mi vinculación a Lorca y me abordaban por la calle para ofrecerme sus casas. En las horas duras también recibí la llamada de unos queridos amigos que se ofrecían a desplazarse a Lorca con otros colegas, con los que habían quedado a ver un partido del Barça, para trasladar a Murcia a mi familia; los disuadí porque a esas horas las autoridades llamaban a no colapsar la autovía para facilitar el traslado a la capital de los enfermos del Rafael Méndez, afectado por los terremotos.

Si traigo esta anécdota irrelevante en relación con otros cientos de relatos verdaderamente dramáticos es porque expresa la fuerza de la solidaridad que se vivió durante aquellas horas, días y meses iniciales hasta el punto de reproducirse todavía hoy. Es una corriente que emociona para siempre, en cada momento en que se la recuerda, y crea lazos indestructibles con los semejantes.

La solidaridad, en lo individual y en lo colectivo, ha funcionado en lo que se refiere a Lorca de manera extraordinaria. Lo que ha venido fallando desde el primer momento es el poder público en todas sus ramificaciones administrativas y en todos los colores de éstas. Admito que esto también me ha afectado; ya no veo a los políticos como los veía antes de este suceso, y no lo puedo evitar. Sin embargo, hemos de permanecer esperanzados en que, en este y en otros casos, podamos confiar en la respuesta de quienes tienen encomendado el servicio público, aunque no haya muchos antecedentes que inviten a ello. Fue el tiempo de la solidaridad, y esa es la emoción más intensa que nos queda.