El 1 de enero de 2023, el día que debe comenzar la tercera presidencia de Luiz Inácio Lula da Silva, parece todavía lejano en BrasilJair Bolsonaro está por cumplir tres semanas de un silencio casi monacal. La imposibilidad de ser reelegido lo ha sumido en la mayor de las frustraciones. Una enfermedad de tipo cutánea en una pierna, conocida como erisipela, y un posterior ingreso hospitalario por un dolor abdominal, profundizaron su aislamiento. El capitán retirado es un fantasma y todas las miradas se concentran en lo que dice o calla el equipo de transición, en medio de las primeras chispas entre Lula y los mercados, que no dejan de expresar su malestar por la decisión del líder del Partido de los Trabajadores (PT) de cumplir sus promesas electorales y aumentar el gasto público para garantizar los programas sociales en un país con 33 millones de personas en situación de hambre.

Antes de la segunda vuelta, Lula se proclamó un defensor de la "responsabilidad fiscal". La victoria en las urnas le permitió hablar, también, de "responsabilidad social". Recordó además que, si bien fue votado con el mandato de "gobernar para todos, la prioridad es gobernar para los más necesitados". El mensaje al mundo del dinero fue claro. "¿Por qué se habla siempre de que es preciso recortar gastos? ¿Por qué no se habla con la misma seriedad de la cuestión social en este país?". Comenzaron a sonar las alarmas.

El freno del presupuesto

El exsindicalista encabeza en rigor un Gobierno variopinto y en alianza con fuerzas de centroderecha junto a las cuales debe promover una enmienda constitucional que financie sus programas, especialmente el pago de unos 110 euros mensuales a los millones de brasileños necesitados. Cuando, en 2016, fue destituida por el Congreso la presidenta Dilma Rousseff, se aprobó a la par y a toda prisa una norma que obliga a cualquier Gobierno a actualizar el presupuesto nacional apenas por encima de la inflación del año anterior. Si Lula quisiera solo preservar los beneficios que Bolsonaro otorgó por razones electorales necesita unos 20.000 millones de dólares que no han sido contemplados en las cuentas de 2023 aprobadas por la ultraderecha y la legislatura. Las autoridades entrantes buscan resolver el obstáculo. Según el diario carioca O Globo, "el PEC (reforma) de la Transición" podría generar "déficits consecutivos" hasta 2026 y "acarrearía problemas" como un mayor endeudamiento en los próximos años, el aumento de la inflación y la reducción de la inversión. El vicepresidente electo Geraldo Alckmin, que coordina el recambio de Gobierno en nombre de Lula, dijo este viernes que el Congreso tendrá la última palabra sobre la propuesta. Pero el PT sabe que no puede permitirse iniciar la tercera presidencia con una derrota. Necesita dos quintos de los votos de ambas cámaras para evitar el traspié.

Por lo pronto, la enmienda se negocia sin que se conozca el nombre del futuro ministro de Economía. Los límites entre las moderadas aspiraciones programáticas y la realidad acaban de ponerse también a prueba con Guido Mantega, el exministro de Hacienda de Lula quien tuvo que abandonar el equipo de transición debido a las reacciones negativas en un mercado que en los últimos años ha funcionado como una inédita fuerza tutelar.

El factor militar

Dos décadas atrás, tras ganar su primera elección, Lula se tomó más de un mes en anunciar los primeros nombres de sus ministros. Pero entonces, la transición era mucho más armoniosa. El presidente Fernando Henrique Cardoso era un interlocutor permanente del hombre que ocuparía su cargo. Esto no sucede en el Brasil actual. La de Bolsonaro ha sido una administración cívico-militar. Las Fuerzas Armadas ocuparon desde ministerios a numerosas secretarías de Estado, además de manejar el Ministerio de Defensa. Aloizio Mercadante, un exministro de Lula que comanda los equipos de transición, aseguró que el nuevo Gobierno nombrará a un civil en esa cartera estratégica, como había ocurrido en las gestiones pasadas del PT. Lo mismo ocurriría en la Agencia Brasileña de Inteligencia (Abin), que había sido capturada por el bolsonarismo. Sin embargo, los medios de prensa no descartan que Lula cambie de opinión en lo que respecta al rol que le podría asignar a los uniformados. El propio Mercadante reconoció que existe un "problema institucional" con las Fuerzas Armadas que debería resolverse en breve.

El frente castrense no es uno más para Lula. El pasado miércoles miles de ultraderechistas volvieron a salir a la calle para pedirle a los uniformados un golpe de Estado que anule el resultado de las elecciones y la investidura presidencial del 1 de enero. Antes de la última movilización de bolsonaristas las instituciones armadas estuvieron lejos de condenar esos exabruptos que provocaron caos en las carreteras tras los comicios, y reafirmaron su condición de "moderadoras en los momentos más importantes de nuestra historia", una manera de señalar que su papel va más allá de los cuarteles. La ambigüedad del texto no ha pasado por alto a nadie.