Kesken salía de una discoteca para ir hacia otra, en el centro de Estambul, cuando todo ocurrió. Era el pasado 4 de mayo, a las dos de la madrugada, con el buen tiempo empezando en la ciudad, y ella y sus amigas querían celebrarlo. 

Un policía paró al grupo en la calle. Ella, Kesken, era la única transexual. Empezaron a llamarla "puta". A agarrarla. Se la llevaron. En comisaría, la metieron en una sala aparte. Me tocaron en todos lados. Me pegaban con un palo en la cara. Un policía me llevó al baño. Llenó de agua una bolsa de basura sucia. Me atizaba en la espalda. Uno me restregó por el suelo. Sangré. Me rompieron la nariz. Me tocaban. Me decían que les pidiese perdón. Yo me negaba, gritaba. No había hecho nada. Solo me dejaron marcharme cuando me disculpé”, explica Kesken entre sollozos, rebuscando cada palabra de un fondo que no quiere revisitar, reciente, vivo aún en su cabeza.

“Desde entonces tengo miedo cuando salgo a la calle. No puedo caminar sola. Ando con un spray pimienta en la mano. Si alguien me roza tiemblo. Miro a mi espalda constantemente. Es muy duro. Decirlo es fácil. Mis amigas me apoyan, pero nunca entenderán todo lo que sufro”, dice Kesken.

ADRIÀ ROCHA CUTILLER

Kesken tiene 25 años, es guapa, alta, hace algo menos de un año que cambió de sexo y es de las pocas turcas transexuales que tiene suerte: su familia, explica ella, se entristeció, lloró, ahora la ven como una extraña, pero su madre ya no le llama hijo sino hija; su sobrino, tía, y ella se enorgullece. “Amo a mi país, Turquía. La respeto. Pero esta sociedad nos repudia. Es muy duro tener que vivir en tu propio país como si fueses un refugiado”, dice Kesken, que asegura que la gran culpa de todo lo que ocurre es del gobierno, que dirige a la sociedad hacia donde quiere. Y ellas, las transexuales —también los homosexuales— pagan las consecuencias.

Cambio de rumbo

Todo empezó a cambiar en 2016. Hasta ese año, cada junio, Estambul se vestía del arco iris para celebrar el mes del orgullo, y el ejecutivo del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, era mostrado en el mundo como un gobierno conservador e islamista, sí, pero tolerante.

Ese año, sin embargo, el partido de Erdogan se alió con una formación ultranacionalista. La represión contra contrarios y opositores aumentó; el espacio para la queja pública empezó a reducirse. 

Esa alianza sigue, y donde Erdogan, hace unas décadas, decía que los homosexuales tenían tantos derechos como todos los demás, ahora, su gobierno habla de ellos como “terroristas”, “inmorales” y “podridos”. Hace pocos días, el ministro del Interior turco se quejó de que las embajadas occidentales están intentando “quitarnos nuestros géneros y convertirnos en LGBT”.

“En este país, si alguien no piensa como ellos es un terrorista. Por el amor de Dios. ¿Dónde está el terrorismo en querer luchar por la igualdad entre personas? ¡Que alguien me lo explique!”, dice Ece, una transexual cerca de los cincuenta años que se dedica a la lucha en defensa de los derechos de las transexuales en Turquía. 

ADRIÀ ROCHA CUTILLER

“A nosotras se nos corta el acceso al trabajo. Nos cierran todas las puertas, y la gran mayoría acabamos teniendo que prostituirnos en contra de nuestra voluntad. Yo me vi obligada a hacerlo. Viví cuatro años en la calle. Tuve que hacerlo. Tenía que sobrevivir. Vendí mi cuerpo para poder sobrevivir”, explica Ece.

Sin alternativas

Kesken, dice, se ve obligada a lo mismo: trabaja como escort a pesar de que tiene estudios, que ha hecho cursos laborales, que ha llamado a todas las puertas posibles. Todas se le cierran en la cara.

“Nos es muy difícil conseguir un trabajo normal porque somos transexuales, y es algo que se ve. Esto nos lleva problemas en una sociedad en la que no se nos acepta, en la que, como digo, somos refugiadas, y donde estamos siempre expuestas al abuso. Y si surge algún problema, las culpables de lo ocurrido ante la policía siempre seremos nosotras. Nosotros somos siempre inferiores en los ojos de la sociedad. Esto, claro, también les ocurre a las mujeres, no solo a las mujeres transexuales”, explica Kesken.

“Al final, mi único objetivo es que en mi carné de identidad esté la k de kadin (mujer en turco). Este es mi sueño, y casarme con un hombre que me quiera. Es lo único que quiero”, asegura Kesken.