De acuerdo, usted ya ha celebrado el triunfo Demócrata en la intimidad de un máximo de cinco personas de la era covid. Incluso ha murmurado en voz baja que el ganador será el presidente más votado de la historia de Estados Unidos, por encima de los setenta millones de sufragios. El planeta vuelve a la normalidad, pilotado ahora por el coronavirus. Solo queda una incógnita, ¿preferiría usted disfrutar de una cena en privado con Joe Biden o con Donald Trump? En un lenguaje más apropiado para los enardecidos enviados especiales, que parecen haber viajado a Estados Unidos con el secreto cometido de desalojar personalmente al usurpador satánico de la Casa Blanca, ¿preferirían entrevistar hoy a Biden o a Trump, para presumir de aquí a diez años?

Me temo la respuesta, así que compensaremos resaltando que Biden estuvo señorial en la ficticia asunción de poder de la noche del miércoles, con el recuento a medias. A su lado se agitaba Kamala Harris ansiosa de protagonismo, emulando el papel de Letizia en "la importante soy yo y este es solo mi marido". Sin embargo, el fragmento crucial de la intervención precedió al discurso. El neopresidente tuvo que desplazarse a pie diez metros, para alcanzar sin resuello una tribuna a la que se aferró como el náufrago a la tabla.

He admirado a Rudy Giuliani más que a cualquier norteamericano contemporáneo, como fiscal cazador de delincuentes de cuello blanco y como alcalde que regeneró Nueva York. Me encanta su eslogan, "ninguna insolencia debe quedar sin respuesta". Por eso me sonrojo al verlo quejarse, aunque el cultismo sea iniciar acciones legales, con los modales de un cliente desatendido en los grandes almacenes y que chilla enfático "quiero ver al gerente". El pucherazo múltiple que denuncian los Republicanos es absurdo. Ahora bien, si documentan un solo ejemplo de llenado de urnas, Estados Unidos ha muerto.