e gusta el fútbol. El Barcelona, mi Barça, al que he seguido desde niño. Con los pósters del equipo de Cruyff me forraba mis libros de colegial. Dejando de lado las connotaciones políticas, el Barça es el 'equipo de mis amores'. Con el que me enfado con el mundo cuando pierde, con el que disfruto como un niño grande cuando gana un derbi, o simplemente cuando la pelotita entra, si es con arte, mejor. Siempre desde el respeto y la admiración. Somos muchos, miles, millones, pero conozco un caso único: el del mejor barcelonista del mundo, de la historia, y os lo voy a contar.

Pero, ¿cómo se puede medir el 'barcelonismo'? ¿Acaso el mejor barcelonista es aquel jugador que ha estado toda su vida deportiva en dicho club, besando el escudo, enriqueciéndose contrato tras contrato? ¿O acaso el presidente o directivo, como Montal, Núñez o Gaspart, que ha estado media vida dirigiendo el club, «dedicándole su vida», muchas veces como parte de un negocio y siempre con un interés de ensalzamiento personal? ¿O el aficionado que más discute con otro del equipo contrario, o que se tatúa el escudo, o que no se pierde un partido€?

Hace mucho tiempo que deseaba escribir esto. Compartir mi secreto, nuestro secreto, el de mi primo Pelegrín y mío, con aquel que lo quiera leer. Corría el mes de junio de 2006, y en Alemania se disputaba el campeonato mundial de fútbol. En la segunda jornada de la fase de grupos se enfrentaban Argentina contra Serbia y Montenegro. En ese partido, días antes de cumplir 20 años, debutaba en un Mundial con la selección argentina Lionel Messi, sustituyendo a Maxi Rodríguez.

Anotó un gran gol, convirtiéndose en el jugador argentino más joven en conseguir marcar en un Mundial. El primer récord de Messi, en una estratosférica carrera deportiva plagada de récords, goles, títulos, balones de oro€ Una leyenda viva del fútbol con un guante en la zurda, y por suerte todavía en activo.

Había terminado el partido. Estábamos en el portal de su casa, haciéndole compañía en sus últimas horas. Su familia, todos sus seres queridos. Sentado en su silla, absorto en sus pensamientos, cabizbajo y con la mirada perdida. En su cuerpo y su rostro los signos de la mortal enfermedad. Sus últimas horas.

Tanto que habíamos conversado, tanto que nos gustaba hablar, como buenos 'pelegrines', y en aquel momento no venía a mi pensamiento nada que contarle, nada de qué hablarle. Sólo quería estar con él y con su familia en sus últimas horas. Hacerle compañía. Confieso mi tristeza, mi desolación e impotencia por no haber podido ayudarle.

De pronto, me dirige una mirada y con un susurro me llama a su lado. Sus ojos apagados, sus preciosos ojos azules, de pronto se iluminaron de nuevo, quizá por última vez, cuando con una media sonrisa me preguntó: «Amandico, ¿has visto a Messi? ¡Joer, qué tío!»

Realmente, no creo que exista la fórmula mágica, sistema matemático, máquina, encuesta o palmarés que permita medir el 'barcelonismo' de una persona. Pero en el caso de Pelegrín no se me ocurre otra mejor que el hecho de dedicar uno de sus últimos pensamientos al joven ídolo del club que lleva en el corazón. En su gran corazón. Así es mi primo. Escribo en presente porque la gente grande es inmortal.