Son ya muchos, demasiados, los años que llevábamos esperando que se produjera algún cambio tangible y suficientemente sólido como para permitirnos aferrarnos a la ilusión del comienzo de una nueva etapa de esperanza colectiva para nuestro país y para nuestra región.

En esta bendita tierra tuvimos, durante mucho tiempo, la paradójica impresión de que la historia avanzaba a pasos agigantados... hacia el pasado o, al menos, sentíamos que nos mantenía secuestrados en un presente que se repetía, cada día, de manera fatídica e inevitable. No era sólo que lo antiguo no tuviera perspectiva de ser sustituido por lo nuevo, sino que muchos indicadores apuntaban hacia la perpetuación del pasado en los años venideros. Parecía que alguien nos hubiera robado en algún momento el futuro y estuviésemos condenados irremediablemente a vivir, como Bill Murray, en su conocido personaje cinematográfico de Atrapado en el tiempo, víctimas de una extraña maldición de la que desconocíamos con exactitud sus causas.

No alcanzo a comprender cómo hemos podido tolerar durante tanto tiempo la excepcionalidad de la que hemos sido víctimas y las explicaciones interesadas que, unos y otros, nos han dado para que aceptásemos como normal lo que jamás lo fue. Por poner sólo unos ejemplos. ¿Cómo es posible que no se movilizara la sociedad civil murciana para defenestrar políticamente a sus dirigentes al oír la expresión ´variante de Camarillas´? ¿Cómo hemos podido tolerar con injustificada sumisión que los partidos tradicionales que han gobernado nos hayan engañado con un sistema de financiación que nos ha abocado hacia una deuda insostenible que compromete seriamente la viabilidad de nuestro proyecto regional? ¿Cómo seguimos aceptando pacientemente los discursos sobre el agua de quienes han incumplido, sistemáticamente, sus promesas de acabar con nuestro déficit hídrico?€

Hasta ahora no encontraba otra explicación que la coincidencia de nuestra ´cansera´ con el sentimiento de resignación histórica, de fatalidad asumida que rezuman los personajes de nuestro llorado García Márquez. No tengo todavía pruebas determinantes que demuestren que el autor de Cien años de soledad se inspirara en nuestra región y no en Aracatama para idear su célebre Macondo, pero creo conveniente y justificado iniciar una línea de investigación para esclarecer los sorprendentes paralelismos entre ambos lugares, merecedores, sin duda, de un acto de hermanamiento.

El tiempo se había detenido en Murcia y a nadie parecía importarle demasiado; o al menos, eso pensaba yo€ hasta anteayer. Entre la expectación y la curiosidad acudí al acto al que amablemente me invitaron los militantes de Ciudadanos. Esperaba un mitin convencional, como los que almacenaba en mi memoria. Me sorprendí. No tenía frente a mí a un dirigente convencional intentando venderme su programa, sino a un líder con auténtico carisma que con un discurso tan sólido como sereno fue capaz de devolverme la ilusión hace tiempo perdida. Oyéndole y viendo los rostros esperanzados de la gente de alrededor me trasladé a aquellos años de la transición en los que todos creíamos en la política como servicio público y en los que no había políticos profesionales. ¿Se acuerdan?

Como decía, no trató de convencerme con un farragoso catálogo de propuestas, sino que me convocó a cambiar España a través del cambio en nuestros Ayuntamientos y nuestra región. Albert Rivera, como los buenos científicos en su proceso de investigación, ha cambiado las preguntas del fracasado y caduco discurso político y el resto de candidatos todavía no se han enterado. Me acordé de J. F. Kennedy: «No preguntes qué es lo que tu país puede hacer por ti; pregunta qué es lo que tú puedes hacer por tu país». Ya no se trata de ver quién ofrece más y más barato. Ese es el discurso agotado de dirigentes mediocres sin ambición. «Quiero valores, no votos», nos dijo. A esas alturas de su discurso ya estaba en condiciones de entender que «Ciudadanos no es un partido político, sino un estado de ánimo». No basado en una ilusión sin fundamento, sino en una autoridad ganada a pulso. Basado en una coherencia y credibilidad que le ha hecho defender con éxito en Cataluña, contra viento y marea, un proyecto de Estado en el que seguimos creyendo la mayoría de los españoles y del que habían claudicado los antiguos partidos hegemónicos a base de concesiones y componendas.

Hace un par de años, uno de nuestros mejores escritores, Muñoz Molina, después de describir de manera tremenda y magistral Todo lo que era sólido en nuestras vidas nos animó a la movilización social: «Hace falta una serena rebelión cívica», escribió. El pasado sábado, en un repleto salón de un hotel de Murcia, Albert Rivera nos convocó a la movilización política para «el cambio sensato y profundo». Nos comprometió a un ambicioso proyecto de regeneración y transformación. «Pensadlo», acabó diciendo, «imposible es sólo una opinión». Creo que no fui el único que salió del acto convencido de que había acabado una etapa de resignación y frustración y comenzaba una nueva etapa de esperanza. «Somos gente normal», reconoció Miguel Sánchez, «pero estamos haciendo historia». Murcia ya no es Macondo.