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El Churra, Premio Mejor Trayectoria Empresarial: una historia contada entre platos y sombras
Con paciencia y mucho trabajo, Mariano Nicolás ha convertido un restaurante en una extensión comestible del alma murciana

El antes y el después de El Churra. / Cedida
Uno entra en El Churra con la certeza de estar pisando un lugar donde el tiempo no se cuenta en horas, sino en cucharadas. Fundado en 1955, cuando Murcia aún olía a azahar sin filtros de Instagram, el restaurante no nació, irrumpió. Como un verso de Miguel Hernández colado en una receta. Como si alguien hubiera dicho: «Vamos a dar de comer, pero bien, y que la gente lo recuerde hasta en sueños».
Su artífice, Mariano Nicolás, no quiso montar un restaurante; quiso montar El restaurante. Uno donde la tradición murciana no fuera un adorno sino el fundamento. Donde una berenjena con bacalao no sea solo un plato, sino una pequeña novela corta servida en frío. Y así fue como empezó todo: con la mirada fija en el producto y el oído atento a lo que decían las abuelas en las cocinas.
Los años pasaban, y el local, como un personaje secundario que en realidad es el protagonista, iba acumulando historia entre azulejos blancos y cuchillos bien afilados. Vinieron los paparajotes —postre con nombre de conjuro—, la lubina con trigueros, el cabrito al horno que parece un homenaje a la paciencia. Cada plato, un secreto transmitido de paladar en paladar, como los cuentos que los viejos no escriben, pero tampoco se olvidan.

Fotografía antigua de El Churra. / Cedida
Pero no todo ha sido nostalgia: El Churra ha sabido crecer, como crecen los buenos vinos. Hoy comparte apellido con un hotel y presume de modernidad sin despeinarse, como un caballero que se actualiza, pero sigue usando sombrero. La sala del restaurante es un pequeño teatro donde el camarero es actor y cómplice, y cada mesa, una escena que se representa sin ensayo general.
Dicen —los que saben y los que solo han ido una vez— que comer allí es como viajar sin moverse, como sentarse a la mesa con Murcia entera servida en raciones. Y es cierto. Porque El Churra no es solo un restaurante. Es una declaración de intenciones. Una de esas donde se firma con aceite de oliva virgen extra y se sella con pan crujiente.
En resumen: si algún día se perdiera la memoria culinaria de esta tierra, bastaría con entrar en El Churra y pedir lo de siempre —aunque no sepas lo que es— para recuperarla de golpe. Y entonces, entre cucharadas, te parecerá que alguien murmura en la cocina: esto no es comida, esto es historia caliente.
La historia servida en plato caliente
A veces, los lugares no nacen, se conjuran. Y El Churra, que hoy se menciona entre los grandes templos de la cocina murciana, no empezó siendo lo que es, sino lo que alguien soñó que podría llegar a ser. Ese alguien tiene nombre de fundador de imperio y mirada de quien ha visto más hornos encendidos que días de descanso: Mariano Nicolás Hernández.
Corría 1955. Murcia bullía al ritmo de las campanas y el mercado, el de verdad, el de piel de naranja y manos enharinadas. Y mientras otros miraban al norte buscando futuro, Mariano clavó los pies en su tierra, como se clavan las buenas raíces: con hambre de legado. Decidió abrir un restaurante. No por capricho, sino por certeza. La certeza de quien sabe que la tradición no se musealiza, se sirve a la mesa.
Lo llamó El Churra, no por exotismo, sino por orgullo. Un nombre que huele a barrio, a confianza, a tapa compartida con los codos sobre el mantel. Mariano no quiso que su cocina contara historias ajenas: quería contar la suya, la de su tierra. Y lo hizo, como los buenos narradores: sin artificio, sin adorno. Un caldo con hierbabuena. Un cabrito al horno. Una ensalada de berenjena con bacalao que podría provocar lágrimas en un estoico.

Mariano Nicolás, fundador de El Churra. / Cedida

Mariano Nicolás, fundador de El Churra. / Cedida
El restaurante creció, claro, pero a su ritmo. Sin aspavientos. Mariano sabía que la prisa es enemiga del fuego lento, y que el verdadero prestigio no se busca, se cocina. Así, entre plato y plato, fue construyendo algo más que un restaurante: un refugio de lo auténtico, un archivo comestible de la memoria murciana.
Dicen que lo veías caminar por el comedor con la serenidad de quien sabe que cada cliente es un invitado a su casa. Y que, aunque el menú podía variar, la esencia no cambiaba: producto local, técnica sin artificio, y esa especie de magia silenciosa que ocurre cuando alguien hace lo que ama desde el primer día.
Con los años, El Churra pasó a ser también hotel, referencia, punto cardinal de la gastronomía regional. Pero, aunque el apellido se diversificó, el nombre siguió llevando la impronta de Mariano: respeto, identidad y sabor sin concesiones.
Hoy, cuando uno se sienta a la mesa de El Churra y pide «lo de siempre», no está solo pidiendo comida: está invocando un legado. Uno que comenzó con un hombre que no quiso hacer ruido, sino dejar huella. Y lo logró.
Porque El Churra no es solo un restaurante: es la forma que tuvo Mariano Nicolás Hernández de decir que Murcia cabía en un plato… y que estaba deliciosa.
Receta para un legado
Setenta años no es una cifra. Es una cicatriz marcada en la línea del tiempo. Es el número que da sentido a todo lo que ocurrió antes… y que sigue ocurriendo ahora.
En 1955, Mariano Nicolás hizo algo que no se estilaba en esa Murcia de relojes lentos y plazas polvorientas: abrir un merendero que fuera más que un sitio donde llenar el estómago. Lo que fundó fue una intención, una atmósfera, un lenguaje. Algo que, con el tiempo, se llamaría El Churra, como quien nombra a un hijo sabiendo que crecerá para contar la historia de la familia entera. No lo hizo con marketing ni manifiestos. Lo hizo como se hacen las cosas que perduran: con fuego bajo y convicción alta. En lugar de buscar novedades, rescató esencias. En vez de sofisticar la tradición, la dejó hablar. Y habló. Vaya si habló.
Desde la primera dorada que pasó por su horno hasta el primer paparajote que endulzó una sobremesa sin prisa, El Churra se convirtió en una extensión comestible del alma murciana. Lo que Mariano sirvió no fueron platos: fueron declaraciones de identidad, servidas en vajilla de verdad, con cuchara de verdad, para gente de verdad. Gente que entendía que el mejor menú es aquel que recuerda a casa, pero sabe a algo que aún no se ha vivido.

El Churra en una fotografía antigua. / Cedida
Ahora, siete décadas después, esa casa sigue abierta. El Churra ya no es solo un restaurante: es un punto de referencia, una brújula culinaria, un símbolo que no se agota. Y aunque nuevas manos se suman a los fogones, y el tiempo exige menús adaptados a las velocidades modernas, la esencia permanece inalterable. Porque la esencia no se negocia.
Y los reconocimientos, como buenos postres, llegaron después: Medalla de Oro de la Región de Murcia, Premio Mercurio a la Hostelería y Premio a la mejor Trayectoria Empresarial en los premios que concede Sabadell y Prensa Ibérica.
Distinciones de prestigio que no hacen justicia —porque la verdadera justicia sería que todos, al menos una vez, comiéramos allí con los ojos cerrados— pero sí homenajean una verdad: que El Churra no ha sobrevivido setenta años… los ha conquistado.
Lo celebramos ahora, claro. Con brindis, discursos, recuerdos. Pero lo importante no está en las palabras ni en las fotos de archivo. Lo importante sigue estando en ese primer sorbo de caldo con pelota, en el aroma del cabrito al salir del horno, en la mirada cómplice del camarero que sabe que tú sabes que lo mejor aún está por venir. Setenta años no se cumplen. Se merecen. Y El Churra los merece todos.
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