Las cuestas que ascienden al monte Licabeto están llenas de pitas y casas que nacen directamente de la piedra. Queríamos llegar al atardecer. Nos habíamos reservado un par de horas tras visitar los principales museos. Un hombre con el que tomamos café en Plaka la tarde anterior nos advirtió de que Atenas adquiere un color distinto con la caída del sol, como el de la fruta madura. La carretera se convirtió en una especie de peregrinación de jóvenes y turistas que caminaban en silencio, guardando la respiración para la cima.

El monte Licabeto es el más alto de todos los que rodean el conjunto de casas blancas que forman Atenas. Lo llaman así porque los primeros pobladores de la ciudad, mucho antes incluso del siglo dorado de la cultura griega, temían a los lobos que se resguardaban en sus grutas. Hoy en día el lugar conserva un testimonio sagrado difícil de delimitar. El monte está coronado por una iglesia ortodoxa muy austera. En el interior, las velas tiemblan sobre una pista de arena y los pantocrator miran a los visitantes con el rostro severo y los ojos fijos. Fuera del templo, las vistas convierten a la ciudad en un enjambre inmaculado. Un manto blanco que se extiende hasta el puerto del Pireo. Atenas da la espalda al mar, separada tan solo por 10 kilómetros. Cuando uno camina por sus calles no siente el rumor de las olas y el fresco salino. Pero en la cima del Licabeto se estrechan las distancias y el viajero entiende que toda aquella extensión azul que alcanza el infinito estuvo dominada un día por los barcos mercantes atenienses.

Atenas es un cruce de caminos en la historia. Cuando el mundo clásico entró en decadencia y el mármol de los templos sucumbió, Grecia se convirtió en un entramado de pueblos desplazados. Un escenario itinerante, como las barracas de una feria perpetua. En el mercado de Monastiraki, el auténtico centro de la ciudad, uno puede encontrar cualquier tipo de especia, como en los tiempos de Bizancio. El tendero habla griego y chapurrea el inglés, pero su rostro se asemeja al turco. También en el regateo, los comerciantes atenienses elevan sus mercados a la altura de un zoco árabe.

Las calles de la ciudad conviven en una tensión constante con su pasado. La mayor parte de las veces, traumático. La Biblioteca de Adriano y el Ágora romana nos recibieron con un orgullo ancestral. Atenas fue conquistada por Roma pero un emperador romano legó a la ciudad una biblioteca como regalo. Junto a él, el Ágora griega nos sorprende con sus olivos centenarios cobijando a los turistas y a los grillos con un poco de sombra. La Stoa de Átalo sirve de galería para el viajero cansado. Entre templos y edificios públicos, se va reconstruyendo una ciudad gloriosa ante los ojos del visitante, que ya imagina a los Sócrates, Eurípides, Fidias, Jenofontes y Perciles deambular con el verbo como arma.

A pocos pasos se encuentra el Cerámico, el cementerio que enterró a los atenienses más ilustres. Caminamos entre tumbas partidas por el sol, ocultas por musgo y flores silvestres. Allí fueron sepultados los soldados muertos en las guerras Médicas, cuando Persia quiso destruir aquella civilización maravillosa que estaba naciendo al costado del Licabeto. Pericles pronunció en esa misma tierra salpicada de mármol su discurso fúnebre y que después recogió Tucídides. En cada cementerio hay una belleza que invita a la reflexión, pero tras veinticinco siglos los nombres grabados pasan a ser supervivientes de un mundo populoso. Son los únicos que han vencido al olvido. Los mismos que murieron jóvenes, en tierras extrañas.

Al sumergirse en el barrio de Plaka uno descubre una Atenas de galerías de arte, cafeterías donde degustar café turco y diferentes perspectivas del Acrópolis. El Partenón siempre es distinto en cada mirada, pero la mejor forma de acercarse a él en las horas de calor es tras los cristales de uno de los bares de Plaka. La ladera adquiere un tono parduzco y la cerveza griega, suave y con mucha espuma, va modelando una ciudad sin colas ni prisas. Fue en ese momento cuando nos hablaron del monte Licabeto.

Antes de ascender, teníamos cita en uno de los rincones más paradigmáticos de la ciudad. La Linterna de Lisícrates guarda el honor de haber sido construido para recordar un primer premio teatral, en el siglo IV a.C. Una de las esquinas donde Lord Byron, mitad poeta, mitad soldado, se dejaba llevar tomando el té por un mundo tan atrayente que le costó la muerte en Mesolongi, a los 36 años.

Y la ciudad se volvió oscura, en lo alto del Licabeto. Tras los cristales de la iglesia ortodoxas las velas ardían con más potencia. La campana anunció a los turistas que ya podían descender a la ciudad y llenar los restaurantes y los hoteles. Nosotros nos quedamos un rato más. Queríamos escuchar el aullido de algún lobo que, según las leyendas locales, aún siguen ocultos en las cuevas. Desde las alturas, el mármol había desaparecido con la noche. Parecía que las velas de la iglesia se habían derramado por toda la ciudad. Volverían los antiguos dioses a por sus muertos.