Hay una enorme belleza en las tormentas de verano. Recuerdo asomarme al balcón de mis abuelos a finales de agosto y asistir a las batallas mitológicas que el cielo y el mar se disputan en el horizonte en esta época del año. Aquellas olas gigantescas y los rayos rajando el firmamento en mil pedazos siempre me han provocado un sentimiento extraño entre el temor y la fascinación.

Esta misma emoción me invade cada vez que contemplo una tormenta en el cine. Hay una gran colección de obras maestras que han situado su trama en el centro de la tempestad. Me viene a la cabeza el diluvio apocalíptico en Los Ángeles de Blade Runner, los relámpagos milagrosos de El doctor Frankenstein y, por supuesto, la felicidad de Gene Kelly en Cantando bajo la lluvia. Dudo que nunca un estudio haya registrado unos niveles de agua como en aquella noche californiana de nubes y pirotecnia.

De entre todas ellas existe una película que tengo muy presente desde que me vine a vivir al estado de Indiana. Me acuerdo especialmente en esta época del año donde las precipitaciones son tan abundantes. Les hablo de Los puentes de Madison y de uno de sus momentos finales. Meryl Streep espera a su marido en un coche. Un aguacero gris lo cubre todo. Clint Eastwood aparece de repente y se detiene frente a ella en mitad de la calle. Es inmune a los ríos que surcan su cara. Podría estar bajo el océano y seguiría teniendo esa mirada serena de quien ha encontrado a la mujer de su vida. Luego vendrá una leve sonrisa, el adiós definitivo en un semáforo y toda la eternidad por delante.

No debe extrañar a nadie que el mejor melodrama de la historia reciente del cine tenga la firma de Clint Eastwood. Es cierto que lleva más cincuenta años alimentando a su mítico personaje: un tipo duro con gesto de acero y verbo de fuego, un héroe incómodo en un mundo de pistoleros. Pero igualmente ha demostrado que lo suyo no solamente es un pecho de hierro a prueba balas. Su pasión por las películas pronto le hizo sentarse detrás de las cámaras dejando una colección de momentos de una extraordinaria belleza. Su filmografía posee un marcado ritmo reposado, melódico, directo al corazón, que le acerca a ese cielo cinematográfico reservado únicamente a los clásicos.

Seguramente su obra más insólita sea Los Puentes de Madison. Con ella se adentra en el terreno quebradizo de los amores en la edad adulta. El jinete pálido deja las armas por una cámara Nikon y unas revistas del National Geographic y cae rendido ante los encantos de Francesca, una ama de casa atrapada en su matrimonio y en el siempre aburrido Medio Oeste norteamericano. Ver a esos dos amantes veteranos, bailando y descubriéndose a los pies de una radio, es como regresar al mejor Leo McCary de Tú y yo. Es esa misma atmósfera melancólica la que envuelve a los protagonistas.

Este fin de semana de atracciones fatales es también un duelo de métodos interpretativos. Hay un abismo entre la sobriedad de Clint Eastwood y el barroquismo de Meryl Streep. Él camina con el rostro de cemento de cualquiera de sus westerns mientras ella se mueve en un repertorio de gestos y de movimientos de manos a la italiana. Pero no hay ninguna duda de que esos dos náufragos están hechos el uno para el otro. En su primer encuentro se enciende una llama inevitable entre ambos que irá devastando hasta el último rincón de sus almas solitarias.

Ni siquiera la fabulosa tormenta del final de la película conseguirá mitigar el incendio en el condado de Madison. Quien vio marchar al amor de algún verano con las lluvias del mes de agosto sabe que los ojos de Clint Eastwood jamás dejarán de mirar a Francesca. Hay ciertas pasiones que ni el tiempo ni la distancia consiguen apagar.