El momento en el que se oscureció el cielo tuvimos que interrumpir la visita. Nos habían avisado de que en tal caso deberíamos quedarnos en la estancia más cercana. A los turistas se les prohíbe salir de los hoteles y el ritmo de la vida queda petrificado. Sucede de vez en cuando. El desierto del Thar, en el Rajastán indio, es una gran extensión de nada que separa Pakistan de la India. Un territorio disputado por el calor y las serpientes que históricamente ha supuesto un infierno para todo ser humano que se aventure a cruzarlo. Alejandro Magno con su ejército macedonio observó impotente la extensión del infinito abrasador y decidió volver a casa. Hoy en día ni la red de ferrocarril, tan desarrollada en el subcontinente indio, asegura al viajero llegar hasta el corazón del desierto.

El mes de junio es el final de la estación seca y el inicio del monzón. El clima suele presentarse caprichoso. El viajero debe estar preparado para una inundación o para superar los cincuenta grados de temperatura. Lo que nunca puede esperar es una tormenta de arena. Algo así como la combinación de los dos fenómenos anteriores, pero escogiendo la peor parte de cada uno. Llevábamos un par de horas en el Amber Fort, un castillo del siglo XVI que los reyes de Rajastán habían construido a las afueras de Jaipur, antes de que la ciudad se convirtiera en un hervidero de pobreza.

Era un día claro y caluroso. No había asomo alguno de nubes en el cielo. Nos habíamos puesto ropa larga para paliar las picaduras de los mosquitos y el efecto del sol en la piel. Cogimos un tuc-tuc y recorrimos Japiur a toda velocidad hasta dejar atrás las últimas chabolas hechas con plástico y cañas. A nuestra derecha apareció el lago Maotha, con el Jal Mahal flotando en el centro, un palacio de numerosas torres al que solamente se puede acceder en barco. En cierto momento de la historia, la ciudad abandonó la grandeza de los imperios pasados y creció de forma desorbitada, hasta alcanzar los más de tres millones de habitantes. En Jaipur se alternan las construcciones más sofisticadas de la India con los caminos de polvo y barro. Prácticamente no se conoce el asfalto. Las aceras suelen estar frecuentadas por encantadores de serpientes que tocan el pungi, una especie de flauta abombada cuya melodía hace bailar a las cobras a cambio de unas rupias.

Hay tantas serpientes en Jaipur como personas. Uno se las encuentra por la calle, en la entrada de los templos. Pero en el Amber Fort el reino animal se inclina por los simios. Al llegar a la fortaleza, observamos la grandeza de un tiempo pasado ya en fase de abandono. Los monos han tomado el lugar con cierta discreción. No llegan a gobernar el territorio, como en la vecina Galta, donde los monos tiran piedras a los visitantes que se acercan demasiado al dios Visnú, pero merodean por los salones del palacio y miran con expectación al que entra en su territorio.

La fortaleza está construida en piedra amarilla. Cuesta distinguirla de las tonalidades del desierto. Para acceder a ella hay que superar un río y subir unas escaleras que parecen no tener fin. Está situada en la cumbre de una montaña desde donde se alcanza una panorámica completa de toda la ciudad. Hacia el sureste, Jaipur respira con ritmo acelerado. El alboroto de los claxon llegaba como un rumor, acaso parecido al aleteo de un pájaro exótico. Pocos son los turistas que se aventuran hasta Amber Fort. La mayoría prefieren visitar los palacios del centro, más lujosos y preparados para las multitudes.

Apenas había gente en la plaza central del fuerte. Crecían algunos limoneros mientras los monos escogían los frutos más apetecibles. Siempre es curioso observar a los monos actuar como los humanos. En todas esas acciones hay un recuerdo de una estirpe pasada. Un gesto que nos retrotrae a la sabana africana, en los tiempos en los que partíamos del mismo árbol. Pero en ese momento, los monos fueron los primeros en saltar.

Hacia el oeste, en dirección al desierto, contemplamos una nube inmensa que se acercaba hacia nosotros. Jamás en mi vida había visto nada igual. Era una masa de color parduzco, casi negro, avanzando lentamente pero sin detenerse. Al principio estaba a unos kilómetros, pero a los pocos minutos ya la teníamos encima. Nos dijo un guardia que se levantaba de su siesta que era una tormenta de arena. Una vez al año causaba estragos en la ciudad. En un instante, el cielo se oscureció y apenas pudimos abrir los ojos. Millones de granos de arena impactaban en nuestra piel, partículas ardientes que condensaban todo el calor del desierto. Nos refugiamos en el interior del fuerte, donde una familia de monos nos miraba con sospecha, enseñándonos sus dientes. Pero hasta que pasase la tormenta íbamos a convivir, monos y humanos, atemorizados por igual por el desierto. Tardó una hora en abrirse de nuevo el cielo. El pavimento del fuerte quedó sepultado por una capa de arena. Cuando los monos salieron al exterior con sus gritos de júbilo supimos que todo había pasado. La tormenta había engullido Jaipur. Nosotros ya estábamos en otro tiempo.