El Danubio le van creciendo ciudades en sus orillas, desde Alemania a las costas del Mar Negro en Rumania, y todas ellas tienen un estilo característico. Es un río poderoso y elegante. La avenida más larga de Europa, que conecta Oriente y Occidente mucho antes de que las dos caras del continente tomasen rumbos distintos. En la parte norte, el Danubio adquiere una pose elegante, meandros verdes entre los Alpes y urbes que ajustan sus palacios y castillos al lecho del río. Conforme avanza y por Austria, la contención deja paso a un cauce más ancho. El río cambia el alemán de salón por el los múltiples dialectos eslavos y sus cafeterías en la ribera.

Bratislava es un lugar de fronteras. En este sentido, el Danubio acaba de abandonar Austria. Escasos kilómetros al oeste aún bañaba las riberas de Viena, al son de Strauss y con elegancia matemática. A la altura de la capital de Eslovaquia, el mundo deja de ser exacto pero aún conserva el orden. Es el equilibrio entre caos y contención. La ciudad le dedica su alma al río en una sola orilla y deja la izquierda para la industria y las oficinas. Le basta con una. No quiere derroches Bratislava.

La Ciudad Vieja suma apenas una docena de calles que se cruzan en plazas de aspecto atemporal. Su arquitectura encierra un complejo misterio de edades: templos que parecen góticos pero que llevan impresos la marca del siglo XIX; palacios que llegaron tarde al Renacimiento, en pleno Siglo de las Luces; fuentes elegantes con estatuas de finales del siglo XX. Bratislava fue hecha para ser recorrida en un par de horas. No hay grandilocuencia. No hay exceso de formas. Todo el espacio urbano de la Ciudad Vieja está medido y tasado. No sobra nada y nada falta. Incluso son pocos los turistas que la visitan, en comparación con las hermanas mayores del Danubio, Viena y Budapest.

Competencia demasiado exigente. Pero la ciudad no exige grandes esfuerzos. Si el viajero logra quitarse de la cabeza las comparaciones, disfrutará, en la plaza Hlavné Námestie, de una cerveza excelente en una terraza sin problemas de espacios. El lugar es encantador, circundado por palacios cuyas fachadas exploran toda la paleta cromática. En el centro se eleva la fuente de Maximiliano, rey de Hungría, construida en piedra en el siglo XVI, que se hiela con la llegada del invierno. A pocos metros, la plaza de Mariansky Stíp se llena de árboles hasta la misma fachada de la iglesia jesuita, un regalo que el Barroco le hizo a la ciudad.

El paseo siempre es tranquilo en Bratislava. No hay prisas. Se suele llegar en tren desde las ciudades cercanas y en pocos minutos el viajero ya contempla los restaurantes de la Ciudad Vieja, preparando un suculento gulash de ternera. En la Puerta de San Miguel se acumulan los establecimientos para resguardarse del frío, muchos de ellos con un patio interior desde donde observar la arquitectura íntima de la ciudad. Los edificios sigue la regla de las tejas rojas, que se van oscureciendo con los años y que le dan a la ciudad unas vistas panorámicas del color del buen vino.

Pero Bratislava pide que se la explore con más detenimiento. El contraste entre la Ciudad Vieja y el resto de la urbe es tremendo. Fuera del casco histórico, las construcciones de los años sesenta la hacen vulgar y desprovista de encanto. Sin embargo, las colinas que la rodean son el mejor antídoto contra la fealdad. Nos hablaron de Slavín, una pendiente a la que los eslovacos llaman Monte Calvario. El barrio se compone de casas que rozan el lujo y la extravagancia, pero a la altura de la cima, las vistas del río, con el puente de Calatrava y las torres de las iglesias, hacen de la ciudad un lugar a tener cuenta.

En las alturas de Slavín el viajero entiende parte de la historia reciente de Bratislava y su papel comprometido entre dos mundos. Un monumento soviético sorprende a todo aquel que visite la colina. Está hecho de piedra negra y homenajea a los soldados soviéticos caídos durante la II Guerra Mundial. En aquellos años, Hitler se anexionó Checoslovaquia e impuso un estado títere en lo que hoy es Eslovaquia.

Bratislava no solamente soportó la tragedia de la guerra, sino que despertó de una resaca brutal con sesenta años de dictadura soviética. En la Primavera de Praga, en 1968, por la ciudad no se repartieron flores y libros, pero los tanques rusos entraron igual por sus calles y aplastaron cualquier voz que sobresaliese del coro de silencio. El monumento de Slavín es incómodo, como cualquier ceremonia que pretenda recordar el pasado.

Nadie puede negar que el ejército soviético salvo Bratislava de la ocupación nazi, pero las autoridades rusas se asentaron demasiado pronto en sus calles y no las abandonaron hasta que el gigante ruso se desmoronó. Y ahí sigue Bratislava, tranquila, como si no hubiese cambiado de país al menos cuatro veces en el último siglo. Ocupada en ser modesta y en encontrar el punto exacto entre la contención y la grandilocuencia.