El 2020 está siendo el año más atípico para todos, una situación que nos ha sorprendido y ha trastocado nuestros planes, todo ha sido diferente, el curso escolar, las compras, las relaciones sociales, el periodo de confinamiento o la mascarilla como complemento obligatorio.

Aún así, para muchos este verano sí que puede resultar bastante familiar, pues no son pocos los que han optado por dejar de lado los vuelos o viajes internacionales para sustituirlos por un turismo más cercano y natural en estas vacaciones.

Tras el confinamiento, y los numerosos inconvenientes laborales que ha acarreado esta situación desde el pasado mes de marzo, algunos han visto mermadas sus cuentas bancarias, por lo que no queda otra opción que reducir gastos en cuanto a vacaciones se refiere.

Además, la situación de pandemia actual desanconseja la movilidad entre países y regiones, así como el tránsito de personas en lugares comúnmente concurridos como aeropuertos y zonas de ocio costeras.

Una alternativa a todo ello es tan simple como una mirada al pasado, la vuelta al pueblo, a casa de nuestros padres y abuelos, al pueblo en el que nos criamos o de donde procedemos.

Son muchos los que este año se deciden por el veraneo a la antigua, por volver a los pueblos y adoptar de nuevo los hábitos que tenían de jóvenes, y que a pesar del tiempo permanecen inmutables en las zonas rurales. Desde el despertar con los rayos del sol, y no del despertador, hasta las copiosas comidas en grandes mesas al aire libre, en compañía de toda la familia, almuerzos que se alargaban hasta bien entrada la tarde, y después la siesta.

Así lo vive Miguel Rodríguez, que ha trabajado en América y vive en Madrid, y todos los veranos aprovecha para volver a Pliego: «Lo que más aprecio es el aire, el viento de Levante. Las noches son frescas y los paseos nocturnos muy agradables», asegura. Rodríguez encuentra ese remanso de tranquilidad y buena compañía allí junto a sus hijos y nietos: «Desayunamos tarde y nos vamos a la piscina, está muy bien cuidada y los niños se lo pasan muy bien», cuenta. Las calles de Pliego además encierran muchos recuerdos donde para él lo más evocador es su gastronomía local: «Las morcillas y los morcones de chato son espectaculares, recuerdo cuando Tomás Fuertes (padre del fundador de El Pozo) se los regalaba a mi padre, que era el médico del pueblo», relata.

Otro murciano en Madrid es Paco Abellán, directivo de la ONCE. Marcha todos los veranos y las fiestas de mayo al pueblo donde han residido ocho generaciones de su familia: Ulea. «Tengo un lazo afectivo muy fuerte, siempre he venido a la casa de mis abuelos, ahora que la he heredado estoy arreglándola porque quiero pasar aquí más tiempo en el futuro». Frente al «estrés y la rutina» característicos de la capital, Abellán se reencuentra todos los veranos con su infancia: «En Ulea me vuelvo a ver con viejos amigos y familiares que, aún viviendo en Madrid, solo les veo en Ulea.

Aquí valoras pequeñas cosas como poder recoger los limones de tu huerto, poder hacer caminatas por la margen del río y los pueblos del Valle de Ricote, incluso aprendes a apreciar aparcar el coche en la puerta de casa», comenta entre risas. Por todo esto, Abellán valora sus 20 días al año en Ulea como «imperdonables» pues «el único momento en que realmente desconecto es en mi pueblo», dice.

«Volver a mis raíces» es lo que también busca Manuela Sevilla. Ella suele ir todos los julios desde Murcia a su pueblo natal, Calasparra, para cuidar de su madre. Con el coronavirus su estancia se ha alargado: «El año pasado hicimos un viaje a Baviera, también solíamos alquilar un apartamento en la playa, ahora nos toca quedarnos», dice. Los viajes al extranjero este año se han visto eclipsados por planes más naturales como el senderismo: «Durante este verano hemos hecho la Ruta de las Esencias de Moratalla, hemos ido a las minas del Calderón y hemos paseado por los arrozales».

De lo único que se arrepiente Sevilla es de no haber pasado el confinamiento allí: «Me gusta el aire limpio, es una gozada, en mi piso en Murcia el único aire era el que te daba en el balcón», comenta. Ahora puede disfrutar de pasar las tardes a la fresca por el pueblo «tomando un helado, una cerveza o una copa», cuenta.

Fernando Gutiérrez fue más rápido y escapó de Murcia antes del confinamiento y ya lleva desde entonces en su casa de campo en Mula: «Aquí estamos más seguros y tranquilos». Esta es claramente una de las ventajas para Gutiérrez: la sensación de libertad. «Tengo una parcela de 500 metros cuadrados, me puedo mover lo que quiera», asegura. Tanto es así, que una vez ha llegado el verano no piensa moverse: «En verano solía ir a la playa, este año me quedo en Mula, solo haremos alguna visita a mi hijo en Murcia».

Otra de las ventajas del turismo rural es repoblar las zonas más afectadas por la despoblación aunque el moratallero Domingo Valero no tiene claro si se mudaría a su pueblo: «Tengo el corazón partido entre Murcia y Moratalla, para mí lo ideal sería pasar los inviernos en Murcia y las primaveras y veranos en Moratalla». Después del confinamiento en Murcia, este cocinero aprovecha este verano para encontrar esa paz y ese estilo de vida de los pueblos del Noroeste: «Otros años solía salir a las fiestas de Calasparra, Cehegín o Bullas pero ahora solo salgo para hacer rutas en bicicleta o pasear por el casco antiguo de Moratalla».

Si tiene algo claro Valero es que estar en Moratalla es sinónimo de reencontrarse con la naturaleza: «Es muy agradable levantarse con el sonido de los pajaros, el olor de los árboles. En Murcia también puedes hacer rutas pero no encuentras el mismo paisaje». Así, entre tarde y tarde, encuentra incluso un momento para cuidar una parcela que heredó de sus padres: «Tengo unos olivos y almendros, los cuido a pesar de que me cuesta más sacar el aceite que comprarlo en el súper. Lo hago porque no me gustaría que se perdieran», comenta.