¿Encontraría a la Maga? Esta es la frase con la podemos empezar leyendo Rayuela, de Julio Cortázar. Rayuela es esa novela que lo contiene todo, y cualquier tentativa de regresar a ella resulta siempre un déjà-vu. Volver a ella es tratar de encontrar a la Maga, sabedores de que jamás nos lo permitirá el azaroso laberinto de calles y palabras de la gran novela de Cortázar.

Cuando Cortázar escribió Rayuela pensó que escribía una historia sobre la literatura, el hombre, el amor, el azar y el lenguaje. Pero lo que básicamente hizo fue reescribir los mitos antiguos en clave intelectual, transmutando los arquetipos y la tradición en figuras grotescas y triviales. El descenso al Hades, el laberinto y los ritos de sacrificio y muerte.

La Maga, todos conocemos a una, pero jamás le haríamos demasiado caso, es esa mujer trivial y divina que no crece, que deja los platos sin fregar pero que es buena en la cama y asusta a sus posibles suegros con una idea excesivamente romántica de la realidad. Es incierta y no soporta los horarios. Es astuta pero poco racional, viste desaliñada pero su atractivo natural se esconde tras su burdo gesto de agarrar el vaso del cubata como una gata herida por la vida. Es ruidosa, salvaje, no lee los mismos libros que tú y jamás se entregaría a cambio de un sueldo de oficina.

Horacio Oliveira, el álter ego de Cortázar en Rayuela, es un Orfeo mundano que habrá de descender a los infiernos a rescatar/encontrar a la Maga. Desafía la causalidad mediante un juego de azares y destinos ficticios a los que luego les reprocha con languidez que no le han sido favorables. En todo caso, es un perseguidor de imposibles, cuya biografía se bifurca en varios senderos, algunos ficticios, otros fantásticos. Un Teseo moderno que se pierde por los laberintos de París en busca de Ariadna. La Maga es esa reina en el tablero de París que siempre se escurre, que jamás acaba presa de su abrazo metafísico y amatorio.

El juego, como aquel otro que inventó en un relato de metros y correspondencias titulado Manuscrito hallado en un bolsillo, consistía en «citarse vagamente en un barrio a cierta hora». Porque «les gustaba desafiar el peligro de no encontrarse, de pasar el día solos, enfurruñados en un café o en un banco de plaza, leyendo-un-libro-más». Es decir, que París es transformado en un laberinto, en un descomunal casillero de ajedrez en el que el deseo de verse se superpone a la realidad misma de encontrarse, de hacer el amor, de tocarse, de descifrar misterios arcanos.

La Maga, al final, es la idealización del deseo, tributo a la casualidad en estado puro, azar, hembra, sueño, diosa inalcanzable y madre sin hijo. La Maga, como todos sabemos, dejó de existir para su amante. Horacio mientras vivió en París la buscó y la amó. Pero cuando volvió a Buenos Aires, como no haría Cortázar salvo en libros o contadas ocasiones, la olvidó para siempre.