Que tenga cuidado el viajero que pise Siena y no se confunda de ciudad. Observará que en la tapa de las alcantarillas y los capiteles de las columnas, en relieve o en escultura, hay una loba amamantando a dos niños. No está en Roma. Pero mantenga la calma. En otras circunstancias, la lejanía de Roma puede causar en el visitante el desasosiego.

La ciudad de la segunda loba le hará cambiar de opinión al instante. Según la leyenda, cuando Rómulo mató a su hermano, Remo, tras fundar Roma, quiso acabar con toda la estirpe. Ascanio y Senio, hijos de Remo, también gemelos, huyeron de la matanza refugiándose en un valle en pleno corazón de Etruria. Fundarían Siena y la historia se repetiría, porque dos gobernantes no pueden ocupar un mismo trono.

Pero Siena no se conforma con ser una capital provinciana más de la Toscana ni con las leyendas fundacionales. El honor le llegó a la ciudad en la Edad Media. Fue en sus calles donde se encendieron las primeras luces del mundo moderno. En el Palacio Salimbeni todavía hoy tiene la sede el banco más antiguo del orbe. El Monti dei Paschi ha acompañado al capitalismo desde su fundación, en el siglo XV, y aún hoy agita los mercados y las escalas de la bolsa. El ecosistema de los bancos y los préstamos nació con el final del gótico al mismo tiempo que los edificios aspiraban a hablar con Dios.

Es el aspecto que desprende Siena cuando se la mira desde Vico Alto, una colina que se alza sobre la ciudad vieja. Los tejados terracotas parecen hechos de brasas ardientes en el atardecer, cuando el sol se desprende sobre los campos de trigo. Parecería un paisaje idílico, propio del color que imprimió la escuela sienesa entre los siglos XIII y XV. Pintores como Duccio di Bouninsegna o Lorenzetti deslizaron el oro en sus tablas para representar a la Virgen y a los santos, pero aún cuando la ciudad ya no se comunica a través de los cirios de las iglesias, sigue conservando la tonalidad dorada en su geografía. Por eso decimos que Siena nunca salió de la Edad Media, pero esta época no fue capaz de representar tanta belleza como lo hizo Siena.

Los que afirman que durante el medievo todo era caos no han entrado en Piazza del Campo. Es el centro sentimental de la ciudad. La plaza adquiere la forma de una vieira gigante. Su fisionomía irregular hace que cada vértice contenga un estilo diferente. Allí conviven el Palazzo Comunale, sede del gobierno de la República, porque Siena llegó a ser un estado independiente y la torre del Mangia, que asciende por encima de los 88 metros, convirtiéndose en una brújula para aquellos viajeros que se desorienten por sus calles.

A pocos pasos se encuentra la Capella di Piazza, un pórtico saliente en donde los caballos se estrellan al abrirse demasiado en la curva durante los festejos del Palio. La fuente Gaia recuerda la leyenda antes citada de la loba, que protege a los sieneses del mal fario. El resto de la plaza es un conjunto de palacios, arquitectónicamente diferentes entre sí, pero que guardan una estética conjunta: el color terracota, el del atardecer. El del oro.

Piazza del Campo vive durante el verano una de las fiestas más populares de toda Italia. Nos referimos al Palio, una carrera de caballos que se celebra desde el siglo XII. La ciudad, dividida en barrios, disputa el 2 de julio y el 16 de agosto, en honor a la Virgen, la máxima expresión de folclore de la zona. La rivalidad dura todo el año, pero en esos días los vecinos se convierten en clanes rivales, como si cada barrio viviera dándole la espalda al otro. Hay que ser sienés para llegar a entender el ritual, que empieza con la noche en vela del jinete y los rezos en capilla antes de la carrera. A los ganadores se les recibe como héroes, con las calles del barrio adornadas de flores y luces de colores. El año que presencié el Palio ganó Giraffa, un barrio rico del centro de la ciudad, colindante con Piazza del Campo. Entre abrazos y vino, los seguidores gritaban que la primera victoria del barrio se remontaba a 1655.

El único público que asiste al Palio es aquel del interior de la plaza. Aunque la afluencia de turistas no ha dejado de crecer, sigue siendo una fiesta eminentemente sienesa. Tras la victoria, el bullicio de la plaza continúa durante unas horas. Los restaurantes vuelven a abrir y la ciudad desprende un optimismo palpitante. Dirijo mis pasos hacia el Duomo, última parada en este balcón medieval que es Siena. Me acompaña la sensación de haber visto muchas veces esa fachada en otras catedrales.

El arte ha parasitado la forma de Siena hasta la saciedad. Ha multiplicado su estética por todo el Mediterráneo, desde Turquía, pasando por Croacia hasta Cerdeña. Pero solamente delante del modelo original uno comprende la grandeza del blanco y negro sienés, adheridos a la piedra y brillando con las últimas luces del día. Se encuentra la paz tras un día trepidante. No crean a nadie que les diga que la Edad Media fue una época oscura. Sabrán que no han estado nunca en Siena.