Esta misma mañana la ciudad me ha traído un aroma piamontés, como si quisiese vestirse con unos ropajes de una talla diferente a la suya. Quien llegue en tren a Cagliari y descienda de la Estación Central encontrará una urbe sumida en el tráfico de los taxis y los camiones que van a cargar sus mercancías al puerto. La vía Roma es una larga avenida que sirve de paseo marítimo. Soportales tiznados de negro, los frescos de la modernidad en tubos de escape, los claxon inmisericordes y el calor pegado a la camisa al caminar. Pero la crisis dura bien poco, hasta que se tuerce por otra gran avenida, el Largo Carlo Felice, y la ciudad se convierte entonces en una ladera señorial, con callejuelas barrocas.

Cagliari ha sabido conservar su identidad de capital de isla grande. Turín se la quiso apropiar, cuando la ciudad portuaria dejó de ser la cabeza del Reino de Cerdeña y fue anexionada a Saboya tras el Congreso de Londres. Pero su historia es mucho más compleja, casi tanto como el casco histórico. Cuatro barrios, tan delicados y poco ambiciosos que se pueden recorrer en un día, bastan para cerciorarse de los cambios de dominación que ha soportado Cagliari. El viajero apenas notará que ha atravesado Villanova y se adentra en Castello, salvo por las empinadas cuestas. Buscará los restaurantes de Marina a la hora del almuerzo y el paseo bajo la sombra en Stampace. Pero eso solamente para los que vayan justos de tiempo. La ciudad bien merece celebrar la noche.

En la Piazzetta Savoia se empieza a animar la vida. Hay unos árboles que tapan discretamente los últimos rayos de sol. Es una plaza pequeña y sin pretensiones. Peatonal, donde los niños juegan y los elegantes comerciantes empiezan a ocupar las mesas. Tengo ante mí una Ichnusa, el orgullo regional de Cerdeña. Es la mejor cerveza italiana, con un aroma tostado. Su emblema es la bandera de la isla, el «sos bator moros», una herencia más de la corona aragonesa y que comparte con el escudo de Aragón desde el siglo XIII. He pedido ya una segunda ronda mientras anoto ciertas ideas que me ha sugerido la catedral. No hay mejor ejemplo de cambios culturales que las piedras del mayor templo religioso de la ciudad.

La catedral de Cagliari, como cualquier monumento extendido en la cronología, es una mezcla de estilos y fuerzas culturales. Su fachada recuerda a Pisa, con el blanco marmóreo y las líneas románicas. Pero el interior es inconfundiblemente barroco. Barroco y español. No solamente por la expresividad de sus capillas, como la aragonesa o la de santa Cecilia, sino por la cripta, justo debajo del altar, en el lugar más inspirador para la aristocracia cagliaritana. Los muertos del siglo XVI y XVII no eligieron el latín de sus ancestros para cubrir sus huesos. Ni el sardo, considerado demasiado vulgar, pues era el habla de los pescadores y campesinos. Tampoco el catalán, a pesar de ser la lengua materna de todos esos nobles aragoneses, afincados en Cagliari. Nada de eso. Inscribieron en la piedra eterna epitafios en castellano, como lengua de cultura en el momento. La misma que unía a la recién descubierta Patagonia con el corazón del Mediterráneo.

Los memento mori barrocos hacen que la Ichnusa se escape velozmente del cristal. He decidido pedir una tercera y cerrar el círculo. La Piazzetta Savoia ya es un hervidero de juventud. A unos cien metros, la iglesia del Santo Sepulcro cierra sus puertas a los visitantes. Es un ejemplo claro de que la historia no se detiene, y mucho menos los movimientos migratorios que la forman. El templo celebra el rito católico, pero en los últimos veinte años la inmigración rumana ha sido tal que el obispado sardo ha partido la iglesia en dos. Ahora, una mitad del templo rinde culto ortodoxo y la otra mitad católico. Entrar en el Santo Sepulcro parece una prueba de agudeza visual. Las innumerables velas arden en la arena de una fe ancestral que se sabe nueva en la isla. Los fieles rumanos gustan de los ambientes oscuros para hablar con Dios, todo lo contrario que los italianos, que enciendes grandes focos de luz proyectando el cuerpo de un crucificado. Entre luces y sombras se mantiene un lenguaje similar, como si Caravaggio estuviese detrás de la decoración de las almas.

Pero en Cagliari no solamente hay iglesias. Las calles que bajan hasta el puerto combinan el trazado medieval con un aire art nouveau. Hay palacios de familias adineradas que a finales del siglo XIX se esforzaron por convertir la ciudad en Turín. Afortunadamente no lo consiguieron. Y no por desprecio a Turín. Ni mucho menos. Cagliari no necesita hermanas mayores. La vía Sardegna, por ejemplo, avanza paralela al mar y al castillo. Es el lugar donde el apetito tiembla. Hasta en la cocina la ciudad ha sabido amoldar todos los estilos artísticos. Mucho más que pasta, pero en la Osteria Cagliaritana sirven los mejores linguine con almejas y huevas de mújol de todo el Mediterráneo. Y también se sabe única. Demasiado aislada de las principales rutas turísticas. Quien la encuentra la ha debido buscar antes. Quien se despide de ella reconoce que será por poco tiempo.