Dicen de la Edad Media que fue una época oscura pero yo no he visto más luz en mi vida que en el Orto Medieval de Perugia. Al costado de la basílica de San Pedro, los arcos de piedra que sujetan la nave central y la torre del campanario se trasforman en plantas de todo tipo, regadas diariamente por el agua del pozo central del claustro. La diversidad de Dios crece en los colores de las flores y en sus aromas. Así pensaban los monjes que durante el siglo XIV construyeron con la paciencia del reloj de arena un mundo distante de lo humano pero en el que los hombres se refugian para salvarse.

Es una mañana fresca de un verano caluroso. Perugia nace, como Roma, de las aguas del Tíber a su paso por los Apeninos. Pero no se ha abandonado como la capital al desorden y la brutalidad. Perugia es medida exacta de la belleza. Sus calles se cuentan por palacios renacentistas en donde no sobra ni una columna. Es contención y equilibrio. La urbe se originó gracias a los etruscos y sus habitantes han conservado de ellos los elementos esenciales para seguir subsistiendo al mundo de hoy en día: tiene sus murallas, que la ciudad se resiste a traspasar y conserva sus tumbas, mayor ejercicio de memoria colectiva de un pueblo.

En los alrededores de la basílica de San Pedro los monjes llevan siete siglos cuidando las plantas como si fuesen extensiones de sus propias vidas. El Orto Medieval es una representación del mundo celestial en la tierra pecadora. Pero también aspira a ser un paraíso concentrado. En este sentido, pasear por el Jardín de Perugia acerca al hombre al cielo. Dentro de él no existen los horarios, ni las colas ni los atascos. Todo es aire fresco y silencio, solamente salpicado por el canto de los pájaros.

Todos los Ortos Medievales siguen una estructura tripartita. Al principio se encuentra el Jardín del Edén, una reconstrucción del paraíso terrenal en donde Adán y Eva pasaron los primeros días de la Humanidad. En él todo es simbolismo. Cada planta significa. Nada ha sido cultivado al azar. Me detengo en dos árboles. El primero es una magnolia, el árbol de la vida, llamado el 'árbol cósmico', el origen. Su sombra se apoya en la fachada de la basílica. El segundo es una higuera y representa el pecado y la culpa. La hoja que sirvió para tapar las vergüenzas de Adán y Eva tras morder la manzana. Las ramas que actuaron de cadalso para Judas tras traicionar a Cristo. Enfrentados los dos árboles, hay un canal de agua que simboliza el río de la vida y los olivos circundan un camino por donde el viajero se deja vencer por la somnolencia.

Me cuesta mucho esfuerzo abandonar el lugar. Tras una puerta, se accede al Bosco Sacro, un lugar salvaje de herencia pagana donde los árboles crecen sin orden aparente. La sombra es total, como si nos hubiésemos desplazado de la ciudad. No existe Perugia. La luz del sol se cuela entre las ramas y va formando figuras extrañas en el suelo de albero. El último espacio del Orto es el dedicado a las plantas medicinales. Se compone de especies de todo tipo. Tras el descubrimiento de América, la acogida de variedades exóticas multiplicó los colores y las fragancias del huerto. Es el aliento de una ciudad hermosa.

Tras los muros del Orto el viajero se siente huérfano. Camino despojado del paraíso, pero el sendero de la vida no es mundano ni fatigoso. Perugia es una ciudad de estructura medieval pero que ha sabido amoldar a la perfección las innovaciones renacentistas. El Palazzo dei Priori recuerda a la Signoria de Florencia, pero las medidas son más acordes con lo humano. La plaza se completa con una arcada y una fuente. Los peruginos beben vino esperando a que la tarde se asiente en las fachadas de los edificios blancos. En el interior de los palacios hay obras de los mejores artistas del Renacimiento, la lado de terracotas etruscas. Es el orden de los museos que intentan imitar la calma de las calles.

Caminando hacia San Michele Arcángel nos cruzamos con la Rocca Paolina, una fortaleza del siglo XVI que los papas construyeron para marcar la ciudad con el poder celestial. Sus cavidades parecen grutas habitadas por cíclopes. Ni aún con los excesos papales Perugia desentona. Tras una paseo de una hora, veo frente a mí San Michele Arcángel. Es un templo paleocristiano, de planta circular y una gran cúpula sustentada por tablones de madera y arcos cruzados de ladrillo. En el exterior, un prado verde regala una panorámica a toda la ciudad, que aparece entre las colinas como una pintura fresca.

Nadie conoce cómo pudo ser el paraíso terrenal del que fueron expulsados Adán y Eva. El hombre se ha pasado siglos y siglos intentando reconstruir con calles y palacios la tierra en donde la Humanidad empezó a andar, protegidos por la sombra de los árboles y los frutos de colores.

Pero en San Michele Arcángel, tras recorrer Perugia, uno tiene la sensación de que no puede estar muy lejos la fórmula del paraíso, si acaso el viajero la ha encontrado y no encuentra las palabras para describirlo.