Decía George Steiner que Europa se había construido en torno a las cafeterías. La importancia del café como vehículo de transmisión de ideas ha producido a lo largo de la historia revoluciones, golpes de estado, obras imprescindibles para entender tiempos pasados y personajes tan singulares como necesarios en nuestra biblioteca. Porque si hay una ciudad en el mundo que haya elevado el culto del café al fetichismo del arte es París.

Solíamos encontrarnos en el Café le Reflet. No tenía nada de particular, salvo una decoración basada en películas de ciencia ficción de los ochenta. La rue Champollion es la calle de los cines independientes: pequeña y sin apenas tránsito, salvo los cinéfilos que aguardaban cola para ver la última de Almodóvar o un ciclo de cine croata. Por aquel entonces, yo estudiaba en la ENS de rue d'Ulm y preparaba mi ingreso en la Sorbona. Le Reflet nos proporcionaba un refugio óptimo. Compartíamos lecturas, criticábamos a profesores con ahínco, descubríamos una música que décadas antes había cautivado a nuestros padres. La cultura era una taza sólida bebida a sorbos con pasión. Éramos jóvenes y habíamos venido a París tal y como Cortázar había escrito su Rayuela.

Pero la vida es mucho más como el Martín Romaña de Bryce Echenique. Mis colegas eran brasileños, mexicanos, argentinos, libaneses, tunecinos, italianos y alemanes. El sueño de Steiner reunido en una mesa y haciendo turnos para jugar al ajedrez. Por aquel entonces soñábamos con afiliarnos al Partido Comunista y hacer la revolución mundial que liberase a los pueblos oprimidos. Y les hablo de hace diez años. Un Mayo del 68 con transferencias bancarias mensuales.

La estupidez me la quitó Martín Romaña. Sí, el personaje del escritor peruano que llegó a París en los años sesenta para ser un buen comunista y que descubrió que era el único militante que no gastaba mocasines. Añoraba ser pobre en francos y no en soles peruanos. Pero todos mis amigos y yo no éramos pobres. Todo lo contrario. Pertenecíamos a una generación que pudo costearse unos estudios en el extranjero, vivir en los mejores barrios de París y comer ostras los domingos. Ostras pagadas con euros. Ni soles ni francos. Y que comprábamos semanalmente en el Mercado de Saint-Germain al salir del club de enología de la Facultad. Viva la revolución.

Aquel mundo era maravilloso. Tras las partidas de ajedrez, caminábamos por rue des Écoles y dejábamos a un lado la fachada de la Sorbona. En uno de esos pasos de cebra se llevaron por delante a Barthes, cuyos ensayos, treinta años después, intentábamos descifrar, tan modernos que nos sentíamos. Subíamos por la Montagne de Sainte-Geneviève hasta la Place Laure. Allí nos tomábamos la primera cerveza del día. Queríamos emular a Francois Villon y sus tremendas borracheras allá por el siglo XV, escribiendo sus testamentos donde dejaba todo París a sus putas tan queridas. Yo ya empecé a sospechar que Villon era el mejor escritor en lengua francesa que leería, con perdón y distancia de Camus.

Antes de caer la noche, continuábamos nuestra peregrinación a la rue Mouffetard, una de las calles más animadas de París, tan llena de gente a todas horas que nunca ha conocido el silencio. Era el hábitat natural del estudiante. Nos conocíamos todos y en un bar de la Place de la Contrescarpe el camarero ya nos hacía reverencia, como clientes habituales. Allí volvíamos a acometer conversaciones graves que finalizaban en el apartamento de un desconocido de techos altos y gran cantidad de vino.

La ciudad parecía hecha a nuestra medida. La recorríamos con ansias. Al otro lado del boulevard Saint-Michel, las cafeterías tenían un punto de mayor maduración. La clientela era menos escandalosa y se debía ir mejor vestido. En la rue Bonaparte nos refugiábamos en un garito subterráneo donde tocaban música en directo. En la rue du Seine cenábamos quesos de toda variedad y clases, con botellas de vino abiertas cuando el camarero nos veía desde la distancia. A unos metros, Picasso pintó el Guernica durante la invasión nazi, un acto heroico que nosotros homenajeábamos en el boulevard des Agustins, antes de bajar a los quai del Sena y rematar la noche mirando de cerca a Nuestra Señora.

Aquellos días los conjugábamos con bibliotecas y clases tediosas en un idioma que se resistía. Vivíamos en una de esas novelas que uno lee en su juventud con pasión y que teme, con el paso de los años, volver a consultar ante el miedo a la decepción. Así escribo sobre París. Se van olvidando el nombre de las cafeterías. La chica rubia que siempre me ofrecía un vaso de agua junto al café en Le Reflet también se va borrando de mi memoria. Al final queda un rumor confuso. Mis amigos de entonces explorando mapas de la ciudad, ahora desierta. La revolución de sus calles. Y Vila-Matas tenía razón: París no se acaba nunca. Pero la juventud sí. Y la mía la pasé recorriendo la ciudad con unos mocasines preciosamente caros, pero con botellas de vino de dos euros. Y sin escribir como Hemingway, oiga.