Desde el Bastión de los pescadores le prometen al viajero las mejores vistas de la ciudad. No engañan las guías turísticas, sobre todo al atardecer, cuando los edificios de la otra orilla del Danubio se convierten en cristales de color anaranjado. Pero de Budapest uno espera un ambiente medieval impreso en sus calles y el Bastión es de principios del siglo XX. Su arquitectura neogótica tiene mucho de parque temático, por eso es conveniente que el viajero lo visite de noche, cuando todos los gatos son pardos y todos los estilos se funden en uno. Adquiere la forma de un castillo transilvano, con tres torres puntiagudas. En el centro de la plaza semicircular, la estatua ecuestre de bronce de Esteban I recuerda al visitante que hace mil años Budapest ya guerreaba con sus vecinos por subsistir y alzaba la cruz de Cristo sobre las aguas del Danubio. Sin embargo, en las terrazas que dan a la otra ribera el pastiche desaparece, porque se presenta una ciudad grandiosa. El Parlamento se alza como una muralla contra las aguas. También producto de la fiebre de finales del XIX por convertir a Budapest en una ciudad gótica. Y lo consiguieron, porque uno ya no es capaz de distinguir lo medieval de lo soviético.

Budapest no ha tenido un siglo XX fácil. Tal vez por ello es una ciudad que vive obsesionada con su historia. El nacionalismo húngaro es una cuenta pendiente de imperios pasados. Naufragios que quedaron flotando a la deriva, como trozos de madera, esperando encontrar una isla donde descansar. Es frecuente entrar en un bar a beber cerveza y contemplar en una pared un mapa de la Gran Hungría. La Primera Guerra Mundial trajo al país la desolación por la derrota, el fin de un imperio compartido con Austria. Pero también la desmembración de dos tercios de su territorio, que fueron a integrarse en países de nueva creación como el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos (un anticipo de Yugoslavia), Rumania, Checoslovaquia y Austria. Partidos políticos húngaros aún sueñan con recuperar aquel tiempo en el que se construía a la manera del siglo XIV y Hungría era un país temido en la zona. Aún maldicen a Francisco Fernando después de las diez de la noche.

Compartí piso en París con Itsvan Fazakas, un filósofo húngaro con sangre rumana por parte de madre. Era el claro ejemplo de cómo las estrategias geopolíticas dividen a familias enteras. Hablaba ambas lenguas a la perfección y se sentía parte de la identidad de Rumania y de Hungría, países ideológicamente enfrentados por disputas territoriales. Tras las horas de biblioteca, me mostraba canciones de Hungría que él interpretaba con el saxofón, un instrumento que yo jamás hubiese asociado con el centro de Europa. Bastaba visitar Budapest y pasear por las riberas del Danubio para comprender que el crisol de culturas y civilizaciones se asientan a la perfección en la música y en la gastronomía. Y Hungría sobresale en estos dos campos. El aire que desprende la ciudad no es eslavo, pero es imposible no pensar en Rusia al contemplar la Plaza de los Héroes, con las estatuas soportando el frío y la soledad. Tampoco es una ciudad austriaca, pero el Danubio y sus riberas tienen mucho de Viena, ciudades que fueron hermanas y que ahora se encuentran en la distancia. Nadie diría que Budapest es Francia, pero ¿acaso la avenida Andrassy no es un calco de los Campos Eliseos? ¿Tomar una cerveza en la calle Kazinczy contemplando los graffittis no es un trasunto de Berlín? ¿No es la calle Király un trozo de la Israel perdida que cada judío lleva en la cabeza?

Budapest, como ciudad de ciudades, a medio camino de varios mundos, también sufrió los peores estragos de la guerra. Los años cuarenta destruyeron la dignidad de un continente entero y la ciudad es el vivo ejemplo de ello. El barrio judío fue de los más populosos de Europa. Király conduce al viajero desde la estación de tren hasta la sinagoga, la más grande de Europa. Ardió varias veces durante la invasión nazi. Su arquitectura, como tantas sinagogas de Europa, recuerda a los palacios árabes de Andalucía. El gusto de los arquitectos del XIX por España se plasmó en la fe judía allá donde hubiese un culto y una Torá. Pero en Budapest también hubo un milagro. Unos cuantos diplomáticos, entre los que se encontraban el italiano Giorgio Perlasca y el español Ángel Sanz Briz, expidieron miles de pasaportes españoles a judíos que esperaban la hora del tren con destino a Auschwitz. Los hicieron pasar por judíos sefardíes y, como tales, con derecho a la ciudadanía española. Como la historia se forma de aristas cortantes, el trabajo de la embajada de España que logró salvar a 5.000 judíos de las cámaras de gas fue, en cierta medida, ordenado por Franco, consciente de que la guerra acababa y de que necesitaba una buena acción que poder presentar frente a los aliados. Lo demostró con solvencia Arcadi Espada en En nombre de Franco. Judíos salvados por el dictador en Budapest, una historia acorde con la ciudad, difícil de digerir pero que ha permitido a miles de personas seguir bajo la misma noche que nos cobija en la capital húngara.

Budapest está llena de esas historias y a cada paso el viajero se sorprende, ya sin principios morales posibles. Como zapatos olvidados en la orilla del Danubio, la ciudad no olvida. Su memoria es demasiado dolorosa.