El fuego ardió durante días, quemando hojas de papel recién impresas y pinturas cuyos oleos aún estaban frescos. La humareda se veía desde ciudades cercanas. Hasta Prato llegó el olor a aceite carbonizado y tinta. Dicen las crónicas que el propio Botticelli se acercó a la pira y con sus manos arrojó a las llamas una obra suya. Un cuadro mitológico con dioses perezosos y desnudos. Sucedió un martes de carnaval, el 7 de febrero de 1497. Florencia llevaba un siglo y medio siendo el faro cultural del mundo. En sus calles, Homero y Virgilio se habían despertado de sus tumbas y caminaban hacia la piedra. Los florentinos se sentían en deuda con la antigua Roma y habían jurado a los cielos hacer un nuevo Panteón. Brunelleschi se encargó de erigir la cúpula que rivalizase con el emperador Adriano. Dante, un siglo antes, había descubierto la geografía del infierno (y sorpresa, se hallaba dentro de la propia Florencia y estaba llena de florentinos) y Boccaccio había dado con la fórmula para huir de la peste.

Pero ser la primera entre las ciudades no le impidió a Florencia sucumbir al dramatismo. Savonarola fue un fraile más de aquellos que poblaron la falla tectónica entre la Edad Media y la Edad Moderna. El mundo se movía (eppur si muove) y lo que no consiguió destruir el fraile dominico lo haría décadas después otro fraile de apellido Lutero. Pero la historia abruma solamente al que quiera sentirse abrumado. Florencia tiene la virtud de pasar desapercibida para miles de turistas al día. Llegar caminando por vía de Calzaiuoli hasta la Signoria y contemplar el Palazzo Vecchio y la copia del David vestido de hollín no es ver Florencia. Sería más bien como contemplar solamente el escaparate de una tienda misteriosa y no entrar en ella. Pasé algunas noches de mi vida sentado en el interior de la Loggia dei Lanzi. Las suficientes para recordar el movimiento exacto de cada estatua. Si es que no han cambiado su postura.

Entendí que para llegar al corazón de Florencia uno tiene primero que transitar por sus vísceras. Y en la capital de la Toscana, el cuerpo acusa cierta obesidad. El viajero que pretenda disfrutar de unas calles sosegadas por donde corra la brisa fresca deberá buscar otro destino. A Florencia hay que quererla a pesar de ser Florencia. Mal pago el de la humanidad, que la castiga con visitas masivas a quienes nos descubrieron el Humanismo. Por eso cambié el ritmo vital de mis días. Dormía durante la mañana y visitaba la ciudad de noche. A eso de las once, a punto de cambiar de jornada, me sentaba bajo la arcada de la Loggia dei Lanzi y contemplaba a Perseo mostrando ennoblecido la cabeza de Medusa. Esa escultura de Cellini es el verdadero orgullo de la plaza, aunque la copia del David me busque entre las sombras para lanzarme la piedra como si este que escribe fuese Goliat.

En esos momentos los turistas se marchaban a sus hoteles y quedaba una ciudad transitada solamente por sonámbulos y camiones de basura. Una delicia para Marinetti. En esa tesitura recorría Santa María de las Flores, con su fachada de mármol de diversos colores confundiendo al visitante, que la cree renacentista y no lo es. Y en frente el Baptisterio y las puertas del Paraíso de Ghiberti, cuyos relieves cobran vida después de media noche. En apenas un cuadrado el mundo del arte empezó a latir en una dirección contraria a la expresada durante mil años. Y no es una metáfora propia de viajeros. Es la más exacta realidad. El hombre se preocupó por su pasado. Entendió el peso de los siglos y estudió las formas y las palabras de los sabios de la antigüedad. La chispa surgió en esas mismas calles. El Humanismo tuvo un doble nacimiento, un parto biforme. Por un lado, los comerciantes que acudían al mercado a comprar y vender sus productos, los abogados y notarios. Gente cuyo apellido no resplandecía como el sol pero que tenía un arma más poderosa que el linaje: el dinero. Y la inteligencia para saber utilizarlo. Y del dinero a las palabras. Pronto buscaron textos antiguos y dieron forma moderna al latín y el griego. Petrarca quiere traducir la Ilíada con el griego que le han enseñado. Le escribe a Boccaccio emocionado. Ha descubierto un mundo maravilloso, enterrado en un idioma antiguo. Florencia luchó al final de la Edad Media en las bibliotecas. La traducción fue su campo de batalla.

Y todo aquello estuvo a punto de ser pasto de las llamas, aquel febrero de 1497. En plaza de la Signoria pocos turistas saben quién fue Savonarola. Un personaje fascinante, al que Florencia le debe no solamente su 'casi' destrucción, sino la efervescencia de su belleza.

Cinco años después, un joven aprendiz de escultor de Caprese presentaba a los habitantes de la ciudad su nueva escultura. Diferente a todas. Esta era enorme, a la manera de un dios egipcio. Pero no se trataba de una divinidad. Aquella forma perfecta representaba un muchacho de mirada penetrante que observaba su obra. Los miembros en reposo. No hay violencia en su gesto. El símbolo de la joven ciudad, destinada a perdurar a pesar de las hogueras. Nadie ha descrito mejor el día de aquella procesión artística que Mujica Láinez en Bomarzo. El David caminaba sobre el fuego. Por eso de noche se aprecia mejor.