Antes de morir, antes de apagarse la visión del cielo azul, la última mirada del ser humano se dirige hacia los seres queridos. Eso debió pensar Julio Verne cuando escribió la historia del correo del zar, el sacrificado Miguel Strogoff. Todos saben de las aventuras siberianas de este Heracles moderno, unos trabajos que le conducen inexorablemente, superando todos los obstáculos, hasta Irkutsk, la capital de Siberia. Todos saben que está dispuesto a dar su vida por la patria y por el zar. Miguel Strogoff es un héroe tallado de una sola pieza, inigualable.

Capturado por los tártaros, su suerte está echada. El emir, aplicando las leyes del Corán, emite la terrible sentencia: «Y no verá más las cosas de la tierra». Condenado a la ceguera según la costumbre tártara, mientras el sable candente del verdugo, al rojo vivo, se aproxima a los ojos de Miguel Strogoff, el correo del zar concentra toda su vida en la última mirada. Aunque ha recordado la misión que tenía que cumplir para el zar, una misión que quedará definitivamente frustrada si pierde la visión, aunque ha recordado a la joven Nadia, que busca infatigablemente a su padre y a la que nunca más podrá ayudar, la última mirada de Miguel Strogoff no se dirige al cielo azul, se dirige a su madre, Marfa Strogoff.

Julio Verne escribe: «No existía ya nada ante su vista más que su madre, a quien devoraba con la mirada. Toda su vida estaba concentrada en aquella última visión». Miguel Strogoff sabe que se encuentra en el momento decisivo de su existencia y decide mirar, finalmente, a su madre. Toda la vida concentrada en un instante. A pesar de su orgullo y fuerza juvenil, Miguel Strogoff no puede evitar, finalmente, emocionarse vivamente.

Las lágrimas afloran a sus ojos, como un torrente. Son realmente sanadoras. Cuenta Julio Verne que esas lágrimas «se habían acumulado bajo los párpados, y volatilizándose sobre la córnea le habían salvado la vista». Mirar a su madre antes de la ejecución de la sentencia es el acto que salva los ojos de Miguel Strogoff y le permite, finalmente, cumplir su misión. Es una hermosa metáfora, una suerte de milagro que nos reconforta, por el héroe y por nosotros mismos.

Las historias se entrelazan unas a otras, a veces sin ser nosotros mismos conscientes. Mientras leía el libro de Verne y pensaba en Strogoff contemplando fijamente a su madre antes de perder la visión, me ha venido a la memoria una historia que me aconteció en el hospital Virgen de la Arrixaca, en tanto reposaba en la cama por culpa de una infección renal. En la habitación contigua a la mía se oía el lamento de alguien, seguramente un anciano, que no paraba de recordar a su padre y a su madre. No decía nada más.

Una vez recuperado en parte de la infección, cuando paseaba por el pasillo siempre desviaba mi mirada hacia la habitación donde convalecía, efectivamente, un anciano en sus últimas horas, rodeado de su familia. De su boca sólo emergían dos palabras sucesivamente, sin descanso: «Madre», Padre». Esta conmovedora escena, repetida sin fin durante mi convalecencia en el hospital, forma parte de una historia que estaba anclada en mi memoria y que ha aflorado, ahora, al leer la historia del infatigable Strogoff.

Las historias se entrelazan, no cabe duda, pues si recuerdo todo esto, en conclusión, es porque estoy seguro de que cuando llegue el momento fatal, y la luz de mis ojos se apague, recordaré, también, a mi padre y a mi madre. La última mirada de mis fenecidos ojos se dirigirá hacia otro tiempo, hacia otra época, cuando todavía vivían mi padre y mi madre, y la vida estaba repleta de plenitud.