Por las calles de Sagres siempre es septiembre, aunque estemos a finales de julio. Unos cuantos bares abiertos reciben al viajero tras un largo viaje a través del sur de España. Sagres tiene ese carácter de provisionalidad de las ciudades de costa, encaramadas al océano a merced de la pesca y de las tormentas.

Autobuses de ingleses, alemanes y franceses descargan una multitud de jóvenes que durante la noche escenificarán el desembarco de Normandía, cubata en mano. Pero el encuentro con las hordas bárbaras dura apenas un par de noches. Sagres depende tanto de los acantilados que la rodean que no tiene sentido si no hay luz que los alumbre. No hay espacio para las playas. La geografía se retuerce en roca escarpada. En Sagres se acaba el sur y empieza el oeste. Es el territorio del viento, que viene por todos lados cargado de sal y olores marinos. Un viento frío que arrastra al viajero a ponerse una chaqueta y vestirse de invierno.

El cabo San Vicente está a apenas unos kilómetros. El lugar más occidental de Europa es el Cabo da Roca, pero sentimentalmente San Vicente no lo necesita para ser especial. Afilar la mirada en busca de tierra más allá del horizonte es un ejercicio espiritual más que físico. Solamente hay gaviotas y un atardecer inmenso. La gente rodea el cabo y guarda silencio en el momento culminante. Acaba el día. Aplauden cuando la bola de fuego cae al otro lado. La noche llega con sus nostalgias de aventuras y Sagres se vuelve vulgar. Despega el viento de nuevo.

Durante el siglo XV, don Enrique el Navegante creó lo que se conoce como la Escuela de Sagres. La historia es más mito que verdad, pero los viajes se forman también de ilusiones. El infante sabía que no iba a reinar y en lugar de pasar sus días entre la caza y algún torreón del Alentejo decidió salir a explorar el mundo. Fue desde Sagres. Aquellas casas encaramadas a los acantilados serían su base de operaciones. Desde allí, sabios venidos de todo el mundo estudiaban las estrellas. Se perfeccionaban los instrumentos de navegación: los astrolabios, la ampolleta y la calamita.

También se repasaban mapas. El de Ptolomeo se examinaba como un cuerpo desnudo. Desde el cabo San Vicente, Portugal cambió el mundo. Primero fue el norte de África. Don Enrique conquistó Tánger y Ceuta. También las Azores y las demás islas del Atlántico. Pronto comprendería que el finis africae era una leyenda y mandó sus barcos al sur de Cabo Verde, llegando hasta la actual Sierra Leona. El infante portugués fue un viajero apasionado que no dudó en abandonar el barco para descubrir emporios gobernados por hombres negros, descritos solamente en códices antiguos.

En la Sagres de hoy en día no queda nada de don Enrique el Navegante. Pocos de los que visitan la ciudad habrán oído hablar de él. Sus discotecas y cafeterías no necesitan su nombre para justificar su existencia. Pero no entenderán entonces que el cabo San Vicente no es el final de Europa, sino el inicio de un mundo por explorar que llega hasta las costas de Indonesia, en el mar de Java. Sin Don Enrique el Navegante no hubiese habido carabelas ni Colón. Ni América ni hombre en la Luna. Y todo desde una franja desolada del sur de Portugal.

Pero el viaje no se interrumpe en San Vicente. Hacia el norte se extiende la costa Vicentina. Es un parque natural, salvaje y despoblado, la zona no turística del Algarve. Las carreteras son estrechas y a menudo están cortadas por ramas de pinos que el viento ha arrancado. La costa no está poblada de urbanizaciones ni campos de golf. Es un territorio al que no muchos se atreven a aventurarse, más allá de Villa do Obispo, porque el mundo está hecho solamente para gente intrépida.

Con el coche y sin rumbo fijo, siguiendo las líneas curvas de la carretera, llegué por casualidad hace ya muchos años a Aljezur. Es una población situada a un par de kilómetros de la costa. Pero está en alto. El dominio del mar es tal que pareciese estar volando por encima de las olas. Allí se encuentra la Playa de Arrifana. Está considera un santuario para los surfistas. Los que le tenemos miedo al agua y no sabemos nadar observamos con envida cómo el hombre ha podido dominar el mar hasta cabalgarlo. La playa se esconde en un acantilado violento de más de cien metros de altura. Un corte de la geografía que provoca vientos titánicos y unas olas espectaculares. Pero en la arena se respira paz.

Toda la costa Vicentina está salpicada de faros que anuncian a los barcos que el giro está cerca. A unos minutos en coche está la Playa de Amoreira, atravesada por un río que durante la marea alta se convierte en un Nilo portugués. Los visitantes se aventuran en sus aguas, contracorriente, jugando a resistir el impulso de la marejada. Es un espectáculo delicioso la conjunción de los líquidos: el agua fría y salvaje del océano y el camino tranquilo del río dejándose atrapar por el mar. Allí se entiende que no hay castillo en el mundo para dominar el alma de un hombre viajero. Que en nada quedan las piedras de un edificio y solo permanece lo que es buscado. El faro San Vicente anuncia la noche. Sagres vuelve a condenarse a ser como las demás ciudades de costa.