Creo que no me he perdido ninguno de los libros de Rafael Reig. Y conociéndolo, seguro que respondería, con esa ironía que lo caracteriza: ése es tu problema. La literatura es como un globo hinchado en falso muchas veces. Quiero decir que el más leve pinchazo lo deja más seco que un trapo después de pasar por el rodillo de la escurridora. No es ésa la escritura de este autor, nunca lo ha sido. Siempre hay algo en ella que te provoca una sensación extraña, a medias entre la complacencia y el desasosiego. En la novela que se acaba de publicar, precisamente en estos tiempos de desasosiego, hay mucho de esa sensación extraña.

Nunca me pareció lo individual tan radicalmente colectivo. En Amor intempestivo, cuenta Rafael Reig una historia que parece ser la suya. O sea: el yo como el punto casi único desde el que se cuenta. Pero ya lo dije: no es un yo escrito a lo grande, ni se erige en el centro autoritario de la narración. Para nada. La generación de quienes nacieron en los años sesenta del pasado siglo contada por alguien que forma parte de su nómina literaria, que asume lo que esas supuestas pertenencias tienen de retórica, pero también de una necesaria implicación artística e ideológica (hasta política, evidentemente) para reconocerse como escritores y como individuos.

El oficio de escritor lo concibe Rafael Reig como lo concebía Onetti: «¿Me gustaba sólo ser escritor o en realidad también me gustaba escribir?». Hoy abunda demasiado lo primero, la gloria en lo alto de las aspiraciones literarias, el vacío que siempre sigue al globo hinchado en falso y que se demuestra como un higo seco en los cañizos del verano.

Es esta novela de primera fila un relato de juventud curtido en la memoria de su autor. El joven protagonista va de un sitio a otro de su vida y de su escritura. Viaja a países extranjeros en plan Gatsby pobre o colega tardío de Holden Caulfield por los campus universitarios. Se lo pasa bien, como toca al tiempo de la juventud. En medio de ese ajetreo, la llegada de la consternación, de esa rabia que te sitúa en el centro mismo de lo incomprensible: la muerte.

En el caso de Amor intempestivo, la muerte de los padres del protagonista. De repente, el abismo. Lo que nunca pensaste que podía suceder. Y cómo contar ese abismo, lo que tiene de dolor individual y conciencia común de que el tiempo poco a poco deja de pertenecernos, si es que alguna vez estuvo en nuestras manos.

Podría ser éste, también, un libro de memorias. Pero hay en sus páginas una vuelta de tuerca cuando hablamos del recuerdo. Hay quien piensa que la memoria es un refugio contra las adversidades del pasado. Y no: la memoria o es intemperie o es una memoria tramposa. Al recordar la muerte de sus padres en un incendio en su propia casa, escribe el hijo: «cuando regresan a mi corazón€ mueren allí de nuevo, todos los días, y aumenta a mi alrededor la oscuridad, y regresa también el deseo de encontrar un sitio donde esconderme».

Defendernos de los recuerdos. Abrir una brecha en su a ratos despótica incursión en nuestras vidas. Escribir para abrir esa brecha sin que la decencia se pierda en el empeño. Porque hay aquí, en esa decencia, tal vez lo más importante de este libro: romper el tópico de que el mal es más atractivo que el bien, más complejo, menos dado a la autocomplacencia engañosa. Todos llevamos el mal en las tripas: eso dicen los que a todas horas defienden la versión interesada de la banalidad del mal que extendiera Hannah Arendt en su ya clásica crónica sobre el nazi Adolf Eichmann y su juicio en Jerusalén en 1961.

Al contrario de esas versiones, como en una misiva dirigida a sus padres, escribe Rafael Reig que lo importante para un escritor es «hacerse un alma» y que «ese es el propósito de toda vida que merece ser vivida. Ser escritor, ingeniero, licenciada en Derecho, no es nada ni quiere decir que uno haya vivido. Llegar a ser bueno es la única aventura de la existencia, lo único para lo que vivimos». Y añadiría yo, desde la admiración que profeso a la obra de Rafael Reig desde hace la tira de años: tal vez sea esa búsqueda, también, lo único para lo que escribimos.