os carteles en cirílico anuncian al viajero que ya ha cambiado de país. En los Balcanes no hay kilómetro que no esté sujeto a los sobresaltos fronterizos. Las aduanas florecen al otro lado de un puerto de montaña o en la punta de un cabo. Al dejar Croacia desde Kavta también abandonamos la Unión Europea. Hacia el sur, las montañas de Herceg Novi complican el paisaje. Ahora los coches transitan por una carretera estrecha de doble sentido, esquivando las alturas por precipicios imposibles. Tras unos kilómetros, nos topamos con el control de pasaportes, menos riguroso que en la frontera con Bosnia. Y cambia el alfabeto, que deja de ser latino y abraza las formas rusas, pero no la lengua, que es la misma desde Maribor hasta Kosovo.

El nombre de Montenegro hace justicia a su geografía. El paso del norte es un milagro de la naturaleza. La creación quiso dotar a esta parte del mundo de una cordillera alpina y una bahía tan cerrada que parece un mar interior. En realidad, se trata del fiordo más meridional de Europa, un sugerente accidente geográfico en plena costa mediterránea, tan atractivo como las calas de Porto Fino. Pero la bahía de Kotor se sabe única. Un tesoro por descubrir en el turismo de masas y al que se acercan solamente los serbios en los períodos de verano y grupos de italianos en escala de un crucero. Las aguas de la bahía son tranquilas y su soledad es tal que bien podríamos hablar de Kotor como un país dentro de la propia Montenegro. Atrapada por las montañas en sus cuatro costados y con una única carretera de los tiempos del Imperio Otomano.

La bahía de Kotor contiene una docena de pueblos encaramados a los acantilados. Son tan pequeños que una única carretera sirve como vía principal. En ellos crecen las iglesias ortodoxas de los tiempos medievales, cuando la región luchaba no por saber quién era, sino por combatir lo que no podían ser. Montenegro llevó la lucha contra los otomanos y el islam hasta un nivel identitario. Son los guardianes de las esencias ortodoxas. El lugar donde Cristo se hubiese refugiado de haber sufrido la invasión turca. Esta idea imprime carácter en los montenegrinos de la bahía, que remontan su origen hasta el tiempo de los romanos. Y en efecto, entre un pantocrator se encuentra la villa romana de Risan, cuyos mosaicos nos hacen creer que caminamos por la costa de Capua.

Antes de llegar al pueblo de Kotor nos detenemos en un mirador ubicado en Perast. A la entrada del pueblo, los pescadores ofrecen sus barcas a los viajeros para recorrer las aguas tranquilas de la bahía. Frente a la costa hay dos islas que hablan de la religiosidad del país. Por una lado encontramos Nuestra Señora de las Rocas (Gospa od Škrpjela), un islote artificial en el que construyeron una iglesia ortodoxa. A unos pocos metros, la isla gemela, esta fruto del azar geográfico, la Sveti Dorde, con un monasterio benedictino del siglo XII dedicado a San Jorge. En la punta de la isla, se alza un grupo de cipreses que anuncia el cementerio local. No se puede acceder, salvo si uno se viste de monje o de mortaja. Dialectos de un mismo lenguaje en Montenegro.

Hasta llegar a Kotor, la carretera mejora y se vuelve más ancha. La ciudad es la más grande de toda la bahía. Cuenta con un pequeño casco histórico amurallado, como si las montañas no fuesen suficientes para protegerla y la cubriesen de mar. La catedral católica, del siglo XII, convive con los numerosos templos ortodoxos. En la plaza de Karampana encuentra Kotor el equilibrio de arquitecturas: por un lado, el aspecto de la plaza hacer creer al viajero que se encuentra en Italia, en un pueblo provinciano de la Toscana. La torre del reloj, robusta y no carente de belleza, marca el ritmo de los aperitivos. La cerveza montenegrina es suave y se suele acompañar de olivas griegas. En un extremo de la plaza, los nobles de la ciudad construyeron en el siglo XVI sus palacetes. Poder y demostración en una ciudad que como tantas otras tuvo la suerte de caer del lado veneciano del tablero. Kotor le debe a Venecia su fisionomía y la piel con la que cubre la piedra de sus edificios. Hay fachadas que juegan con los colores con un gusto exquisito. Los montenegrinos enseñan al visitante con orgullo los monumentos para distinguirse de los vecinos bosnios. En los Balcanes, el pasado otomano se intenta sepultar con una vergüenza que raya el peligro, como si en la historia los buenos y los malos no hubiesen construido maravillas o cometido matanzas a partes iguales.

La perspectiva de Kotor es vivir para ella misma. Al otro lado de las cadenas montañosas se encuentra Podgorica, la capital de Montenegro, una ciudad ruidosa y con tan poco atractivo como historia. El monte Lovcen, de casi dos mil metros, divide ambas regiones. Es un lugar mítico que habla de la fundación del país. Una construcción soviética sirve de mausoleo para Pedro II de Montenegro, un príncipe-poeta que es venerado como un santo laico. Pero ni los delirios humanos permiten que el paisaje natural deje de ser sobrecogedor. Kotor está a apenas unos kilómetros, pero no se ve entre las nubes. La bahía alcanza la categoría de mar interior en el momento en el que el sol se pone por el oeste. Entre aullidos de lobos, el guardia va cerrando las puertas del mausoleo. Volvemos a Kotor. El país que vive entre las alturas también conoce el descanso de los cipreses.