Camino sobre las rocas blancas, salpicadas de olivos y pinos, arbustos que han crecido demasiado y que se doblan por el viento, se queman por el sol. Supramonte es una montaña exigente que protege la ciudad de Nuoro del mar. En realidad, aísla el centro de Cerdeña y lo convierte en un archipiélago de soledad. Los pastores de la provincia central no han visto el mar. Antes de la llegada de los automóviles habían escuchado que el color del agua era similar al del cielo. No hay más de treinta kilómetros, pero Supramonte se alza en el camino. Esa es la línea del horizonte que los habitantes de la provincia de Nuoro necesitan.

Sus ojos están acostumbrados al tumulto de piedra que se eleva sobre ellos. Parece que se va a caer encima. Esta misma mañana he transitado las calles de Nuoro. Una ciudad sencilla, humilde. Alejada de las pretensiones artísticas de la Toscana pero con una personalidad fuerte. Pocas poblaciones pueden alardear de haber visto nacer a una premio Nobel. Grazia Deledda fue la segunda mujer en alzarse con el galardón y en el patio de su casa-museo crecen los árboles, ajenos a tanta fama. La naturaleza y la normalidad se imponen siempre.

Pero me resisto a abandonar Supramonte. Intento caminar entre sus senderos pedregosos. «Gracias a ti tengo una barca que escribir, tengo un tren que perder/Y una invitación al Hotel Supramonte, donde he visto la nieve». En el verano de 1979 fue secuestrado Fabrizio de André, el mejor cantautor que ha visto Italia en toda la segunda mitad del siglo XX. Una grupo independentista sardo, a medio camino entre terroristas y bandoleros, lo abordaron en un pueblo costero, Loiri Porto San Paolo y se lo llevaron junto a su pareja. Permaneció en una celda improvisada, al aire libre en ocasiones, en algún lugar de Supramonte, escribiendo para combatir el miedo. En diciembre fueron liberados y los meses de reclusión quedaron resumidos en su mejor canción: Hotel Supramonte. Décadas después, generaciones de italianos siguen tarareando: «Sobre tu cuerpo, tan dulce de hambre, tan dulce de sed. Pasará incluso esta estación sin hacer daño. Pasará esta lluvia sutil como pasa el dolor».

Hemos aparcado el coche en una finca cercana. . Cerdeña es una tierra generosa que combina el paisaje agrario con las mejores playas del Mediterráneo. De vuelta a Nuoro, aún escucho las olas acercándose a la playa, desde un barco a motor. El golfo de Orosei merece un día entero de paseos por la orilla y relajación de las pasiones mundanas. Llegamos esa misma mañana a Cala Gonone, el puerto principal antes del Parque Natural. Una vez allí, un amigo nos ofreció pasar todas la jornada en su barco. De cala en cala, Golfo de Orosei va descubriéndose como una diosa antigua, recién desenterrada. Cala Fuili, la cueva del Bue Marino, playa de Ziu Santoru hasta Cala Goloritzé, kilómetros y kilómetros de arena virgen, apenas pisada por algunos senderistas que se han aventurado al bosque y han atravesado los barrancos. Llegar a pie o en barco, el encuentro con la naturaleza es igual de emocionante. Solamente cambia el color: del azul intenso al verde parduzco de los árboles.

Tras unos kilómetros de curvas (Supramonte todavía nos alcanza con su sombra) observamos Il Redentore. Es una estatua ciclópea de Cristo, encaramada en el punto más alto de la montaña que cobija Nuoro. Sirve de faro al viajero. Cuando se aprecia su silueta la ciudad está cerca. Sus calles se preparan para recibir la noche. Lo hace de una forma natural y discreta, sin grandes alardes. Observamos cómo los camareros montan las terrazas y reducen la extensión de las plazas. Los restaurantes ponen en funcionamiento las cocinas y la ciudad se convierte en una mezcla de aromas, entre el jazmín y los quesos aderezados con romero. Tampoco faltará el vino y la Ichnusa. El sardo sabe elegir bien los placeres gastronómicos. Llevan milenios en comunicación secreta con la tierra. Le prometen fidelidad eterna a cambio de los mejores frutos que ella pueda dar.

En Nuoro ya es de noche y el tiempo no parece avanzar. Hemos cambiado de continente. En apenas treinta kilómetros, Cala Gonone pertenece a otro universo. El viajero sentirá que hay una distancia insalvable entre ambos, un escalón que va mucho más lejos que el color, la vegetación o el carácter de la gente. Al día siguiente visitaremos Su Nuraxi, un asentamiento neolítico que los arqueólogos sitúan contemporáneo a Micenas. Y son rabiosamente parecidas las falsas bóvedas que enmarcan el lugar mágico, hecho por titanes y no por hombres. Es parte del orgullo sardo, lo que los diferencia del resto de Italia. Al menos, eso se empeñan en decir los isleños nada más pisar el aeropuerto. De momento, la noche acredita una intimidad más sugerente que la de los hechos históricos. Un placer más milenario que las piedras y las murallas. Nuoro no necesita el turismo y lo conoce en escasas dosis. No está acostumbrada a los autobuses de orientales ni a los acentos que no sean sardos o italianos. Por eso se sorprenden cuando nos escuchan hablar. No sospechan. Sonríen al extranjero. Y lo acogen como si ya no pudiese dejar de ser sardo para el resto de su vida.