Para los habitantes del pequeño pueblo de Cinema Paradiso el cine tenía una importancia mayúscula. Era la única escapatoria posible a las heridas aún abiertas de la Segunda Guerra Mundial. Cada vez que Alfredo proyectaba una de sus películas sucedía un acontecimiento extraordinario. Las luces de la sala se apagaban. De la boca del león de la cabina surgía un cañón de luz y un nuevo mundo en forma de celuloide se abría paso ante los ojos de los espectadores. Los aplausos sobrepasaban las paredes del edificio. Había risas, algunos susurros, muchas lágrimas y también protestas cuando la censura hundía sus manos en el metraje. La vida, pese a tantos besos robados, sabía mejor desde ese patio de butacas.

Las escenas de la obra de Giuseppe Tornatore me llevan directamente a mis veranos en el cine Capri de Águilas. Todo comenzaba por la tarde. Un coche atravesaba el paseo marítimo anunciando a golpe de megáfono la cartelera y en la playa se imponía un silencio absoluto. Desconozco quien hacía la programación de los meses de julio y agosto pero eran en su mayoría películas estupendas, los grandes éxitos de la última temporada. Enseguida llegaban los comentarios de los madrileños (cuánto sabían esos chicos); es de amores, la típica que iría a ver mi abuela; es para mayores, lo siento, no creo que te dejen ir a verla. Sin embargo, mis padres esos meses solían levantar la mano. La brisa del Mediterráneo los ablandaba. De repente, los tiros, los puños y las vueltas de sábana dejaban de ser un pecado capital y yo estaba ante una segunda oportunidad para terminar con esa colección de asignaturas pendientes que había ido cosechando durante el invierno.

Horas más tarde el cine Capri abría sus puertas y un río de gente ocupaba las localidades. Recuerdo el perfume de las mujeres avanzando por ese teatro a cielo abierto, los hombres engominados y la guerra de las pandillas de adolescentes disputándose los mejores sitios. Yo me sentía como en el salón de casa clavado en mi silla de plástico, expectante ante el arranque de la película mientras los anuncios de los próximos estrenos aparecían en pantalla. Cuando pienso en aquellas noches me viene a la cabeza el papel metálico de cientos de bocadillos, los vecinos del edificio de enfrente fumando como estrellas lejanas y la cara iluminada de ciertos amores imposibles en una oscuridad de grillos y de linternas.

Aquellos veranos desaparecieron con la llegada del nuevo milenio cuando el cine Capri cerró de manera definitiva. Toda una época se marchó de un solo zarpazo y nosotros nos quedamos sin uno de los templos de nuestra infancia. El aire acondicionado y los multicines no se hicieron esperar, pero Águilas se convirtió en otra cosa, seguramente en un pueblo menos alegre.

Para regresar al cine Capri siempre nos quedará Cinema Paradiso. En esa colección de espectadores vivimos todos nosotros. Me gusta imaginar que, como el protagonista, dispongo de una última oportunidad y accedo a un pase privado con todos aquellos besos de verano que afortunadamente nosotros sí pudimos ver. Allí me encuentro con Indiana Jones atado a la espalda de Sean Connery descubriendo cómo se dice adiós en Austria, con Forrest Gump y Jennie en esa noche eléctrica en el condado de Greenbow, Alabama, con Clint Eastwood y Meryl Streep bailando en la cocina de Los puentes de Madison, con los cuerpos desnudos de William Wallace y su amada bajo esa luz de Amanecer en Braveheart, con la voz de Whitney Houston silenciada en los brazos de Kevin Costner en El guardaespaldas y con el niño Eliot, el amigo inseparable de E.T. el extraterrestre, en clase de ciencias naturales siguiendo los pasos de John Wayne y Maureen O'Hara de El hombre tranquilo.

Seguro que ustedes elegirían otros. La historia del cine está poblada de besos maravillosos, pero la música de Ennio Morricone es insustituible. Una melodía de piano escrita con la tristeza de un tiempo pasado, irrecuperable, con esa misma nostalgia con la que hoy recordamos las noches en el Cine Capri.