Era una de esas tardes de finales de verano. El cielo estaba gris. Hacía apenas una hora que había dejado de llover. Una preciosa tormenta estival que limpió el aire y las calles. Los habitantes de Maribor ya habían preparado sus atuendos de otoño: botas katiuscas, chubasqueros y paraguas. Los bares volvían a representar en las plazas el juego de las terrazas. Avisados de que se había acabado el chaparrón, Maribor retomaba el pulso de las horas de sol que aún le quedaban al día. Estábamos en la ribera norte del río Drava. Cruzaba la ciudad con aspecto gris, cargado de troncos de los árboles de los Alpes Julianos. En unos meses, serán bloques de hielo los que transporte el agua y las cafeterías comenzarán su vida interior con paredes decoradas imitando a los palacios vieneses.

La segunda ciudad más importante de Eslovenia es la menos eslovena de todas. Maribor se describe como un entramado de calles desgajadas del imperio Austro-Húngaro. Su arquitectura, señorial, recuerda los barrios de Viena, sin renunciar a cierta grandilocuencia. Pero las medidas de sus edificios no son desproporcionadas. La ciudad asume la pequeñez de su anatomía y la exhibe con orgullo. Hoy en día Maribor cuenta con numerosos parques, donde los bosques invaden la ciudad y los coches han dejado paso a las bicicletas. Barrios residenciales con palacios diminutos porque la vida no necesita de excesos, e iglesias que quieren ser barrocas pero se quedan en el intento.

Sin embargo, Maribor tiene encanto. La ciudad no aspira a ser bella a la manera de Cracovia, Budapest o la misma Liubliana. Pero lo consigue. Y el efecto resulta más gratificante. Pasear por la Usnjarska ulica, la ribera del río, supone un deleite para el viajero tranquilo. Los sauces llorones acarician las aguas del Drava y los patos y cisnes se arremolinan en la orilla esperando su ración de pan diaria. Nos sentamos en el Kavarnika Rokaj, una vinoteca con vistas al otro lado del río. La Baja Estiria es una región vinícola que en los últimos años ha sabido perfeccionar un licor fuerte y negro, pero que acompañado con queso no tiene por qué envidiar a nada que el viajero haya tomado tras un día de caminata.

La historia de Maribor es un trasunto de Centroeuropa. Encrucijada de caminos, la mayor parte de su población es alemana y habla el alemán como lengua materna. Las calles están rotuladas también en ese idioma, haciendo más sorprendente aún aquel amasijo histórico que fue Yugoslavia, donde uno podía hablar alemán, eslavo y albanés sin salir de sus fronteras. Pero esta circunstancia la marcó irremediablemente. Las escenas de Hitler entrando en la ciudad en abril de 1941, con una multitud enfervorecida arrastra a Maribor hacia odios presentes entre serbios y eslovenos. Lo retrató magníficamente Emir Kustiruca en Underground con Marlenne Dietrich de fondo, a ritmo del paso de la oca de los ejércitos nazis.

El barrio judío está a apenas unos metros de nuestro vino oscuro. Son apenas unas calles que ya poco dicen de aquellos años donde se leía la Torá. La sinagoga es una casa blanca encalada con un tejado de dos aguas marrón. De una sencillez apacible, en la pequeña plaza se respira silencio. Un monumento recuerda a los antiguos habitantes, casi todos ellos exterminados. Sus casas, aún vacías, son espacios abandonados que miran de cara al río y por donde los viajeros se pierden. Cuesta trabajo imaginar un mundo anterior, con plazas rebosantes de niños y pastelerías kosher. Pero Maribor en esto también es austera. Ha sido tantas cosas durante el siglo XX que parece haberse inmunizado para siempre de cualquier devenir histórico.

La noche se abalanza sobre la ribera del Drava y nosotros paseamos por el Trije Ribniki, un inmenso parque inglés con caminos de piedra y fuentes mitológicas. A pesar de ser de noche, lo encontramos abierto. El vino nos envalentonó a seguir la senda. Los árboles agudizaban el brillo de las farolas y muchas familias aprovechaban los últimos minutos para pasear, antes de volver a sus hogares. En la profundidad del bosque encontramos la luz de una casa. Se trataba de un restaurante con forma de cabaña de madera. La cocinera nos invitó a entrar, encantada de encontrar a viajeros en mitad de la noche. Empezaba a hacer fresco, a pesar de la lejanía del río. Cuando nos sentamos, nos sirvió sin mediar palabra. Nos dijo por gestos que nos fiásemos de ella. Sabíamos de sobra que la mejor forma de conocer el espíritu de un país es a través de su cocina. Los platos que nos presentaron eran una síntesis de su historia: eisbein alemán o codillo de cerdo, kranjska klobasa, una salchicha típica eslovena con fuerte carácter eslavo, golaz (gulash) húngaro y para finalizar potica, un dulce eslavo de pan y nueces. Comimos todo sin oponer resistencia y salimos de la cabaña con acerbo patriótico de Maribor, una ciudad que ha sabido, entre multitud de caminos, perseverar en el tiempo y en su identidad. Y sin hacer ruido, sin ser populosa, ni capital, ni tener postales que enmarcar en los frigoríficos, persevera en la memoria del viajero. Y no se va. Al contrario. Lucha para que vuelva.