Pocas veces el viajero puede palpar de forma tan directa lo que fue Roma en su máximo apogeo. El Mediterráneo entero está poblado de vestigios extraordinarios que contemplar bajo un olivo. Supervivientes, aquellos monumentos que afloran en los meses de verano y que combaten el calor con filas de turistas que, despreocupados, apoyan sus traseros en el nombre de un dios antiguo, acaso un senador. Pero Pompeya es otra historia. Sucumbe en sus ruinas cualquier tipo de comparación y encierra una dulce y terrible paradoja: una ciudad destruida como ninguna otra, pero que se conserva tras dos milenios como horas antes de ser devorada por las babas del volcán.

El Vesubio es un regalo envenenado para Nápoles y las ciudades colindantes. Lo exploré hace años por sus caminos de piedra negra hasta llegar al cráter. Esperaba encontrar un abismo negro, pero no había más que un manto de tierra. Duerme la montaña, dicen en el sur de Italia, pero cuando bosteza los hombres dejamos de soñar. Desde sus alturas, Nápoles se alarga sobre la costa. Un hormiguero de casas blancas y construcciones disonantes que contrastan con el azul radiante del mar. A lo lejos, tres puntos que suponen la máxima expresión de la belleza mediterránea: Ischia, Prócida y Capri, donde los emperadores se retiraban después de una vida dedicada a las conspiraciones.

Al sur de nuestra mirada, al inicio de las faldas del volcán, aparece Pompeya, la ciudad que emergió de las cenizas y que aún hoy en día sigue descubriéndonos la vida oculta de sus habitantes. Porque en Pompeya se guardan los vestigios cotidianos del esclavo, del amante, la prostituta, el político corrupto y el escanciador de vino. Es la vida sobre el tablero, tal cual se padecía en el siglo I. Cuando el viajero pasea por Roma, encuentra la grandeza de un tiempo perdido. Lo que la posteridad ha conservado con celo: iglesias imponentes, palacios majestuosos. Pero en Pompeya se han igualado los vestigios y se celebra con el mismo énfasis las letrinas de una taberna que el templo de Júpiter.

Por el Cardo Maximus, la avenida que cortaba la ciudad en dos, de norte a sur, se alinea la Puerta de entrada, con la efigie del volcán, de una simetría magistral. Caminamos por calzadas antiguas. Los adoquines soportan el sol, ansiosos de recibir huellas de curiosos, que juegan a cruzar los pasos de cebra, unas piedras altas situadas en fila para los carruajes en los días de lluvia. Sus calles estuvieron ocultas hasta el siglo XVIII, cuando un rey, que luego gobernaría España bajo el nombre de Carlos III, mandó iniciar los trabajos de excavaciones. Junto a Herculano, descubrieron un mundo nuevo bajo la tierra. Nacieron a la par la arqueología y el miedo a una naturaleza despiadada.

El mismo día de la tragedia, el 24 de octubre del 73, Plinio el Joven se encontraba en Miseno, el puerto cercano. Desde allí, contempló la devastación absoluta: los terremotos constantes, la lluvia de piedras incandescentes y el manto de lava cubriéndolo todo. El cielo, nos cuenta, se volvió negro como la peor de todas las noches. Y no es difícil imaginarlo, llegando a la altura de la Casa del Fauno, una de las domus más elegantes.

En el patio central, una estatua de bronce da nombre a la vivienda, que se extiende por una manzana entera. Allí se descubrieron los mejores mosaicos de la ciudad perdida: el de Alejandro en batalla de Issos y el de la Ninfa y el Fauno, una imagen sensual en el que una mujer agarra el falo de su amante y lo preparaba para el ritual de Venus. Del amor a la muerte hay un paso. Uno de los hallazgos más sorprendentes de Pompeya, enterrados bajo toneladas de piedra pómez, fueron las siluetas de los cuerpos de cientos de pompeyanos. Algunos se abrazaban de miedo. Niños que dormían y perros que intentaban atrapar su propia cola. Incluso una pareja que parece hacer el amor, como si saltase la vida misma, del mosaico a la carne.

Nos gusta perdernos por esta ciudad detenida, como si fuésemos Marc Twain en su Guía para viajeros inocentes. En la Casa del poeta trágico encontramos un mosaico que avisa al ladrón de un perro peligroso. La intimidación canina se inventó hace mucho. Entramos en el lupanar, cerca de la carnicería, los baños y el templo de Júpiter. Lo divino y lo humano tan unidos que los turistas sonríen con pasmosa sorpresa de que los dioses y los puteros coincidiesen en la misma calle.

En el otro extremo de la ciudad, el anfiteatro es un lugar silencioso y lleno de vegetación. Cuesta recordar hazañas pasadas o el grito de algún gladiador dolorido. Fuera de las murallas, atravesando la Puerta del Vesubio, una vía se desliza entre sepulturas rotas y nombres borrados. Caminamos hacia la Villa de los Misterios, la más grande de Pompeya. En su interior, se conservan frescos de un color que el arte ha querido denominar ‘pompeyano’, un rojo intenso y desbordante. En ellos, mujeres desnudas bailan en un rito dionisíaco que celebra el vino y la buena vida. He ahí los misterios de la felicidad. Hace dos mil años y ahora. Pero los habitantes de aquella ciudad perdida vuelven cada día a representar sus vidas tal y como las dejaron cuando el volcán entró en erupción. Nosotros, los viajeros, solo hemos espiado durante una tarde lo que estaban haciendo. El que escribe se hubiese quedado a vivir con ellos, pero le esperaba Nápoles y la previsible rutina de los vivos.