La ventana indiscreta tiene uno de los mejores veranos de la historia del cine. Olvídense de playas paradisíacas y de cócteles hasta bien entrada la madrugada. No encontrarán nada de eso. Alfred Hitchcock se limitó a filmar un patio de vecinos desde una ventana y consiguió atrapar el fuego que recorre las calles de Nueva York en estos meses del año. Lo más sorprendente aquí es que todo está rodado en un estudio en California. La luz amarilla de la mañana que vemos trepar por esa fachada de ladrillos y el crepúsculo que desciende por la tarde es obra de un equipo electrónico sin precedentes para 1954, su año de producción.

El planteamiento de la película no podría ser más veraniego. James Stewart es un pájaro enjaulado a 90 grados Fahrenheit, un fotógrafo con una pierna rota que pasa los días en el salón de su casa buscando emociones fuertes en el edificio de enfrente. Aquí entra en juego su mirada. Sus ojos azules saltan de una vivienda a otra como si leyesen las páginas de un periódico y van ensombreciéndose a medida que avanzan sus hallazgos. Son un termómetro perfecto de las emociones desprendidas de su vecindario.

Este cautivo de la Gran Manzana se habría quedado en nada sin sus dos compañeras de celda. Por un lado está Grace Kelly, la gran musa del mago del suspense. Verla caminando por el domicilio del tenebroso señor Thorwald es uno de los momentos más grandes del universo de Hitchcock, una escena que por momentos pertenece a los tiempos del mudo. Por otro lado encontramos a Thelma Ritter, la mítica enfermera, una de esas mal llamadas actrices secundarias sin las que todo esto no tendría ningún sentido. Aquí está maravillosa. Su presencia posee un extraño magnetismo que devora a James Stewart en cada uno de los planos que comparten. Juntos forman un trío de fisgones memorable con aspiraciones policiacas.

Gracias al célebre libro-entrevista de François Truffaut, El cine según Hitchcock, hoy sabemos que la principal intención del director británico fue la de hacer un «film puramente cinematográfico», una película dentro de una película. La ventana indiscreta puede interpretarse como un homenaje a ese acontecimiento mágico que sucede cada vez que vamos al cine.

James Stewart es el espectador anónimo que acude a una sala comercial en busca de otros mundos, un ‘voyeur’ empedernido que se sumerge en la oscuridad de la gran pantalla para contemplar historias ajenas a través de unos prismáticos y demás juguetes fotográficos. No hay ni un ápice de ficción en este personaje. Todos somos un poco James Stewart con un apetito voraz por los asuntos del prójimo. La única diferencia reside en que en nuestra rutina de mirones difícilmente encontramos finales tan diabólicos como los planteados por Sir Alfred. El resto es un fiel reflejo de la realidad.

Yo me siento muy cerca de La ventana indiscreta. Para mí constituye un puente con acceso directo al apartamento que mis abuelos tenían en la playa. Aquella terraza circular que se asomaba al Mediterráneo tenía mucho que ver con esta película. Desde allí asistíamos a esos fragmentos de vida que se escapaban a través de unas cortinas mal cerradas o unas persianas levantadas. Siempre he pensado que la señorita Corazón Solitario, miss Torso, el pianista o esa pareja de recién casados podrían haber habitado cualquiera de los balcones con forma de guitarra de aquel inolvidable residencial.

Me temo que esta obra maestra hoy vuelve a estar de actualidad y no precisamente por sus cualidades artísticas. El confinamiento de los meses pasados nos ha sentado a todos en esa silla de ruedas de James Stewart. Ahora, con la llegada de la estación estival, ha dado comienzo un tiempo inédito de biquinis y mojitos, la proclamada ‘nueva normalidad’. A pesar del optimismo yo me imagino los edificios en primera línea de mar con cierta amargura. Me vienen a la cabeza esas ventanas cerradas que se quedaron a vivir en el limbo del invierno. Esas que jamás volverán a ser indiscretas porque el verano dejó de ser una opción para ellas.