Uno de los principales escollos del escritor en ciernes es la entrada en el mundo editorial. Sí que es cierto que en los últimos tiempos el mercado se ha diversificado y las posibilidades para publicar un libro se han ampliado hasta límites insospechados. El modelo actual permite que cualquier amante de las letras pueda imprimir un centenar de copias de su novela o poemario y lanzarlo al mundo. La autopublicación (donde el autor asume los gastos), los libros electrónicos (no físicos, publicables en plataformas como Amazon), la edición digital que favorece la impresión de pequeñas cantidades o la impresión bajo demanda (POD), son algunas de las fórmulas que estimulan una masificación de títulos y autores en el mercado actual.

Pero publicar en una editorial de más o menos prestigio es un tema aparte. Los editores reciben más manuscritos de los que son capaces de leer y suelen rechazar en torno a un noventa por ciento de los trabajos que les llegan. Además, si el autor no es conocido tiene pocas o nulas probabilidades de fichar para una editorial de prestigio.

Este sistema no es nuevo y ha dado lugar a situaciones de lo más curiosas. En el año 1992 saltó la noticia en Francia de tres editoriales que habían rechazado un relato de Marguerite Duras, presentado bajo seudónimo, al que habían cambiado tan solo el nombre de los personajes. Lo chocante es que una de las editoriales era Gallimard, su propia editorial, que se despachaba con una breve carta en la que afirmaba que el informe de sus lectores no había sido favorable.

En 2005 se llevó a cabo el mismo experimento. El Sunday Times enviaba a varias editoriales unos textos que fueron rechazados. Nada extraño si no fuera porque pertenecían a obras que habían ganado el Booker, uno de los más prestigiosos galardones literarios. Además uno de los manuscritos era la novela In a Free State, de V. S. Nauipaul, el premio Nobel de Literatura. Este hecho no nos sorprende si conocemos cómo funciona el modelo editorial. Los sellos editoriales tratan de afianzar sus ventas y por ello no suelen confiar sus publicaciones a escritores desconocidos, debido al riesgo que estas operaciones conlleva. La aprobación no se basa tanto en la calidad sino en las posibilidades comerciales del texto.

Otros autores también han sufrido el varapalo editorial con obras que el tiempo ha situado en la cima de la Literatura Universal. Recordemos a Kennedy Toole, que acabó suicidándose sin poder ver cómo su novela La conjura de los necios alcanzaba la fama y ganaba un premio Pulitzer. Su madre fue quien insistió hasta que vio la obra de su difunto hijo publicada.

Joyce tuvo problemas para publicar su paradigmático Ulises. Lo mismo le ocurrió a Harry Potter y a El señor de los anillos. Proust y Borges recurrieron a la autopublicación, ¿quién sería el editor que no mataría por publicar sus obras? Borges incluso tuvo problemas con editoriales extranjeras, que aducían que su obra era intraducible.

La lista de grandes autores que fueron rechazados es infinita. Este dato hace que nos cuestionemos el sistema editorial y, de paso, nos obliga a imaginar cuántas obras maestras permanecerán ocultas, sin ser publicadas jamás. Pero también al contrario. Cuántas novelas mediocres se publican cada año porque vienen firmadas por un personaje famoso: una presentadora de televisión, un periodista o un instagramer adolescente.