Apuraba mi café en el Giardino Tergesteo mientras contemplaba la galería de la Borsa, una imitación de Milán con cierto aire mediterráneo. La cafetería obsequia a sus clientes con una librería, compuesta por los grandes autores que han vivido en la ciudad. Las calles de Trieste son el testimonio novelesco de Joyce, cruzando los canales con un bastón. Pero también de Rilke y de Svevo, terminando La conciencia de Zeno en el Stela Polare, uno de los restaurantes más antiguos. Incluso si la suerte le acompaña, de tarde en tarde puede sorprenderse el viajero al pedir un cappuccino en el San Marco, descubriendo que en la mesa de al lado Claudio Magris lee el periódico con una pasión juvenil.

Trieste ha entendido mejor que ninguna otra urbe europea que los elementos fundacionales de la cultura son el café y los libros. En el encuentro de ambos fenómenos se percibe una paz de la que me gusta servirme en mis viajes. Amar las ciudades que se visitan a través de sus cafeterías hace de Trieste una privilegiada.

Caminando hasta Piazza Unitá el día ya se prometía caluroso. La brisa marina inundaba las terrazas de aquella explanada, una de las más grandes de Italia, mirando hacia el puerto, donde apenas unas embarcaciones de recreo alejan a los turistas de los museos. Trieste es una ciudad para pasear tranquilamente. No lo suficientemente grande para perderse, pero diversa en cada uno de sus barrios. Es, sin riesgo a equivocarme, la menos italiana de las ciudades de Italia. Un trozo arrancado al imperio Austro-húngaro. Un barrio anexo de Viena, con avenidas anchas por donde circulaban los carruajes de caballos. Pero también el acento eslavo impregna la ciudad. No solamente en sus iglesias ortodoxas, como la de la Santísima Trinidad, sino en el carácter duro de sus habitantes y en la toponimia de sus calles.

Trieste es el punto de llegada de la historia. Un lugar de contraste. De finales de imperios. De choque de trenes. Perteneció durante siglos a los Habsburgo, siendo el rincón del mundo predilecto para Maximiliano, hermano de Francisco José I. Tras la I Guerra Mundial, la ciudad sufrió los peores envites de la guerra. Literalmente, la frontera entre enemigos se partía en su entramado urbanístico. Durante el fascismo, la numerosa población judía, en su mayoría sefardí, se vio obligada a abandonar su hogar. Muchos de ellos acabaron en campos de concentración. La Risiera de San Sabba tiene el dudoso honor de haber sido construido a escasos metros del centro urbano, el único en toda Italia. Desde el final de la II Guerra Mundial hasta 1954, Trieste fue un Estado Libre, soportando la tensión constante de hacer frontera con la Yugoslavia de Tito. Uno de esos lugares de cicatrices constantes.

El estilo de sus calles no renuncia a la grandilocuencia ni a los mercados populares. Es un lugar de exiliados. Desde lo alto de la colina, la catedral de San Giusto, de estilo ecléctico, domina una panorámica maravillosa, donde el viajero se esfuerza en ver la Laguna de Venecia en los días claros. En una de sus capillas está enterrado Carlos María Isidro, el pretendiente al trono de España que inundó el siglo XIX de guerras carlistas. A unos pocos metros, descendiendo en un paseo agradable, el Orto Botánico ofrece una variopinta gama de fragancias y lápidas romanas, presididas por el mausoleo de Winckelman, el padre de la Historia del Arte, elevado a los altares de la belleza en una de las tumbas que menos me ha hecho pensar en la muerte de cuantas he visto.

Pero no es cierto que Trieste viva mirando al mar. Observa de reojo, como los amantes discretos, al castillo de Miramar. Paralelo a la costa, se extiende un paseo marítimo de casi cinco kilómetros. Al recorrerlo en bicicleta descubrimos una costa accidentada, salpicadas por turistas alemanes que toman el sol sobre las rocas, como galápagos pálidos, y terrazas donde los aperitivos duran hasta la caída de la noche. La vida adquiere elegancia en esos martinis y yates amarrados.

Al final del paseo, descubrimos el castillo, mandado construir por Maximiliano de Habsburgo a causa del capricho de su esposa, Carlota de Bélgica. Fue la residencia de la joven pareja durante dos años. Allí vivieron sus mejores días. Él era un príncipe que nunca debería gobernar el Imperio y ella la hija de un rey, destinada a llenar la vida de su marido de hijos. Pero el pobre Maximiliano había quedado impotente a causa de una sífilis mal tratada. Y quiso jugar a la política.

El castillo de Miramar es una joya blanca que parece hecha de espuma del mar. Su fachada blanca flota sobre el precipicio y todas las ventanas intensifican el azul del cielo y del Adriático, apenas sin olas en este punto de la costa. Maximiliano aceptó el encargo de Napoleón III para ser emperador de México. Acabó fusilado en Querétaro y embalsamado por un falso médico que le puso los ojos de santa Lucía para hacer el cadáver presentable. Carlota perdió el juicio. Murió casi con cien años (lo cuenta Fernando del Paso en Noticias de un Imperio) encerrada en un castillo de Bélgica creyéndose joven y habitante de Miramar, el único lugar del mundo en el que fue feliz.

El viajero, que es más mundano, hubiese renunciado al imperio con tal de pasar una tarde más en aquellos balcones con vistas al mar. Pero viajar es cerrar la puerta y dejar atrás palacios y terrazas, hasta llegar al otro lado, ya lejos de Miramar.